Poeta por encima de toda sospecha
Por Osvaldo Gallone
Un posmoderno se ensaña con Miguel Hernández
Dos estremecimientos complementarios parecen signar la dinámica de
la posmodernidad (concepto tan lábil como lábiles son las bases que lo
sustentan): la laboriosa reivindicación de la ramplonería y la no menos
laboriosa demolición de lo legítimamente consagrado; ambos
estremecimientos alimentados por el pan de la pretendida relatividad de
los valores (cuando si hay algo que caracteriza a los valores es su
carácter absoluto).
Ejemplo de lo primero –para no remitirse más que a un nivel
estrictamente local– es la curiosa revalorización de los filmes
perpetrados por Armando Bo y protagonizados por la señora Isabel Sarli
(hace unos meses se exhibió una retrospectiva fílmica de la pareja en el
espacio cultural Malba) definiéndolos como consumados paradigmas de
pornografía ingenua sostenidos en una estética adelantada a su tiempo. A
riesgo de precipitarse en la injusticia crítica, cabe señalar que en
las remotas fechas de su estreno (las décadas de 1960 y 1970) las
películas de Bo-Sarli resultaban grotescas; vistas hoy, no han hecho más
que acentuar su impecable estolidez. Ejemplo de lo segundo –con sus más
y sus menos, sus idas y vueltas, sus matices y atenuaciones– es la
biografía, aún no difundida en Argentina, de Miguel Hernández, con
motivo de la conmemoración del centenario de su nacimiento, escrita por
Eutimio Martín, licenciado en Filología Románica y catedrático emérito
de la Universidad de Aix-en-Provence (1).
El erotismo desbocado
En El oficio de poeta, Eutimio Martín concluye: “El final fue tan
digno que está por encima de las pequeñas concesiones que hizo en su
vida”. Huelga decir que el biógrafo se ocupa con escrupuloso énfasis “de
las pequeñas concesiones”.
Resulta indiscutible que Hernández encarnó como pocos la esencia
constitutiva de la causa republicana: la conquista de la libertad
personal contra la opresión económica y la asfixiante hegemonía
clerical. No es menos evidente, como define Martín de modo impecable,
que su muerte fue un “asesinato a fuego lento” (como el propio poeta
declara en carta clandestina desde prisión: “Se me cura a fuerza de
tirones y todo es desidia, ignorancia, despreocupación…”) y que la
Iglesia católica no sólo pudo haber evitado la muerte y el abyecto
periplo carcelario al que fue sometido, sino que también podría haber
mediado para que fuera trasladado a un sanatorio para tuberculosos.
Pero el biógrafo se detiene, entre otras cosas, en la presunta
precariedad de la situación económica de Hernández. No fue tal,
advierte: Hernández era capaz de mentir “con apabullante desfachatez
sobre su situación material” a fin de construir una imagen tan
conmovedora como propicia para la previsible acuñación del mito
personal; es decir, agrega, que lo que Hernández trató de cultivar fue
lo que hoy se denominaría un look propagandístico. El lector
familiarizado con los datos biográficos del poeta podría sorprenderse:
al fin y al cabo, puede pensar, se ha probado hasta el hartazgo que
Hernández era pastor de cabras. Pero Martín investiga a fondo, cala
hasta el hueso y revela la impostura: sí, pastor de cabras, pero de las
cabras de su padre. Aun aceptando como insospechable el descubrimiento
de Martín, cabría aclarar que este dato no convierte a Hernández en un
capitalista salvaje o –dispénsese en este punto la utilización de una
jerga setentista– un chancho burgués: en una aldea española de
principios del siglo XX (que no otra cosa era Orihuela, tierra natal de
Hernández) o en cualquier otra aldea de similares características, ser
propietario de una veintena de cabras no aseguraba, necesariamente, un
porvenir venturoso para el poseedor y sus generaciones futuras.
Martín pone el acento en un rasgo que resulta, cuanto menos,
sorprendente, en especial porque no queda claro si lo censura con cierta
acritud o meramente lo enuncia: Hernández no sólo era un hombre
apasionado, sino que estaba dotado de una sensibilidad “erótica muy
intensa”. Intuye con acierto el saber popular cuando declara que “lo que
abunda, no daña”. Pero puntualmente en el aspecto que señala Martín,
nunca más sensato aquello de que más vale que sobre y no que falte.
Parecería injusto imputarle a Hernández una sensibilidad “erótica muy
intensa”.
Pero precisamente a causa de la bendita sensibilidad erótica, se abre
cauce en la biografía una figura que termina por ser blanco
privilegiado de los dardos del biógrafo: Josefina Manresa, la esposa del
poeta. A estar por la poesía de Hernández, a la que algún crédito
habría que darle, Josefina Manresa es aquella que le inspira algunos de
los poemas de amor más conmovedores de la lírica castellana: desde “Te
me mueres de casta y de sencilla” hasta “Canción del esposo soldado”
pasando por “Hijo de la luz y de la sombra”. A estar por Eutimio Martín,
más le hubiera valido a Hernández un celibato a cal y canto que la
unión con Josefina. Dios sabrá qué documentación habrá manejado el
biógrafo para indicar sin ambages ni sombra de duda que Josefina,
“víctima de una educación religiosa”, jamás estuvo a la altura de la
intensa sensibilidad erótica del poeta. Como para terminar de
convertirla en la Jantipa de Sócrates, Martín añade que nunca fue a
visitarlo en la cárcel, salvo cuando Hernández estaba en Orihuela.
Valdría la pena situar el texto en contexto: entre 1939 y 1941,
Hernández pasa por las prisiones de Huelva, Sevilla, Madrid, Palencia,
Ocaña y Alicante, donde muere en 1942, a la edad de treinta y un años.
Por esas fechas, el segundo hijo de Manresa y Hernández (el primero
había muerto prematuramente) contaba con dos años, un padre en la cárcel
y una madre en absoluta soledad; ¿se le podía pedir a Manresa, en tales
circunstancias, que se trasladara por media España siguiendo el
itinerario de su marido y con un bebé en brazos?
El imperativo de un biógrafo es investigar, pero también y
fundamentalmente la biografía es un ejercicio de honda comprensión
humana: del biografiado, de su entorno y de sus circunstancias.
Un artista mayor
Resulta esencial no perder de vista que Hernández no es memorable por
su más o menos intensa pulsión libidinal, por el número de cabras que
tenía y ni siquiera por haberse constituido en un símbolo de la
resistencia republicana durante la Guerra Civil Española, sino por ser,
lisa y llanamente, uno de los más grandes poetas del siglo XX en lengua
castellana.
Perito en lunas (1933), Imagen de tu huella y El silbo vulnerado
(ambos de 1934) muestran a un Hernández de una notable ductilidad para
la rima y la metáfora, pero también notoriamente influido por el
neogongorismo y las resonancias cultistas, de las que se irá
desprendiendo a medida que encuentre su estilo, vale decir, su modo de
respirar (que no otra cosa es el estilo: la respiración personal e
intransferible de un escritor). Con todo, en esos tres primeros libros
no se pueden obviar dos temas que serán relevantes en su obra posterior:
el tratamiento del amor sensual (plano en el que Hernández halla una
perfecta y rara confluencia de dos tonos: virilidad y ternura) y un
misticismo cuyo carácter y desarrollo lo emparienta íntimamente con lo
sagrado (concepto que se distingue con claridad de lo religioso:
Hernández se aboca a un panteísmo elevado al terreno de la sacralidad y
expurgado de capillas y artículos de fe).
El rayo que no cesa (1935), donde incluye la demoledora “Elegía”
dedicada a su amigo Ramón Sijé, supone para el poeta el reconocimiento
unánime de sus pares, y hasta Ortega y Gasset, el meridiano por donde
pasa la cultura española de la época, le solicita colaboraciones para
Revista de Occidente. En El rayo que no cesa ya hay un Hernández de un
equilibrio estilístico notable en cuya poesía se plasma el maridaje
entre aliento lírico y reflexión intelectual, tal y como ocurre en la
obra de uno de sus poetas más admirados, Jorge Guillén.
En Viento del pueblo (1937), El hombre acecha (1939) y Cancionero y
romancero de ausencias (1941) ya se constituye el Hernández militante y
poeta, nocturno y luminoso, que dejaría escritos de una vez y para
siempre un puñado de poemas que se niegan tenazmente al olvido: “Vientos
del pueblo me llevan”, “Aceituneros”, “El hambre”, “Menos tu vientre” o
“El niño yuntero”, entre otros.
Hernández, como queda dicho, muere en 1942; hicieron falta treinta
años para que gran parte del mundo hispano supiera que había vivido. En
1972, Serrat musicaliza y difunde diez poemas de Miguel Hernández y lo
sitúa en el centro de la atención popular. Más allá de la bizantina
discusión acerca de la legitimidad de musicalizar un poema, resulta
imposible dejar de reconocer el indiscutible acierto del cantautor
catalán al popularizar a Hernández, resucitar su lírica y alcanzar el
fin más alto que se pueda desear: que la poesía se convierta en pan
cotidiano. Con motivo del centenario del nacimiento de Hernández, Serrat
ha editado en estos días otro trabajo con los poemas de Hernández, Hijo
de la luz y de la sombra. El poema que da título al disco y “Canción
del esposo soldado”, por mencionar sólo dos, son soberbias versiones
musicales. Por fortuna, nuevamente Serrat le ha hecho justicia a
Hernández; justicia poética.
*Escritor y crítico literario. Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
Edición de Luz & Sombras. Fuente original:_ http://www.eldiplo.com.pe/poeta-por-encima-de-toda-sospecha