9 feb. 2011


Crimen y prejuicio

 “Quien asocie la pobreza a la violencia estará justificando, involuntaria e inadvertidamente, el procedimiento de la policía”, afirma el antropólogo y politólogo brasileño Luiz Eduardo Soares, que coordinó el área de Seguridad Pública de Río de Janeiro entre 1999 y 2000 y fue secretario nacional de Seguridad Pública de Brasil durante 2003. Soares fue asimismo uno de los autores del libro Tropa de elite, del que anuncia una segunda parte, y cuya versión cinematográfica generó una fuerte polémica sobre el accionar de la policía en democracia.
El aumento de la inseguridad pública pone en jaque a las democracias de la región. Brasil es un ejemplo brutal de ese fenómeno. Luiz Eduardo Soares sostiene en esta entrevista que deben revisarse los preconceptos y que es urgente “hacer implosionar la estructura organizativa (policial) legada por la dictadura”.
El Dipló: ¿Cuáles son las causas de la violencia y la criminalidad que asuelan a Brasil de manera creciente?
Luiz Eduardo Soares: No creo que se deba hablar de causas, porque evocarlas implica suponer que su existencia provoca efectos, entre ellos el fenómeno denominado “violencia” o “criminalidad”. Algunos responderían: la pobreza. Yo lo refutaría, apuntando al inmenso océano de pobreza que hay en Brasil y diciendo: he ahí millones de pobres viviendo en paz y respetando las leyes. ¿Y los banqueros, empresarios y políticos presos y condenados? ¿No cometieron crímenes? Son ricos y educados y cometieron crímenes.
Hay países mucho más desiguales o pobres que otros con mucha menos violencia y criminalidad, así como hay regiones en el interior de un mismo país que presentan esas mismas características, invirtiendo el cliché. Quien asocie la pobreza a la violencia estará justificando, involuntaria e inadvertidamente, el procedimiento del policía que, entre el pobre y el rico, elige abordar y registrar al pobre. O sea, una teoría social que elija la pobreza como causa acaba por respaldar el estigma, el prejuicio.
Otro problema grave incluido en los presupuestos de la pregunta es la idea de que la violencia y la criminalidad pueden ser referidas en singular, como si hubiese una sola forma o como si todas las formas pudieran ser sintetizadas en una palabra o un concepto.
La suposición es falsa y sirve para la reproducción del sentido común, cuyos pecados son la generalización y el reduccionismo, ambos plataformas convenientes a los prejuicios y a las visiones conservadoras, útiles para la reproducción de las prácticas estatales (en el área de la seguridad y de la política criminal) que se han revelado como opresivas, brutales e inicuas.
¿De cuál violencia estamos hablando? ¿Doméstica, contra la mujer, racista, homofóbica? ¿Pelea de tránsito? ¿Entre vecinos? ¿En el fútbol? ¿Entre bandas o mafias? ¿Ataques terroristas por motivos étnicos, religiosos, políticos? ¿O estamos hablando de la violencia involucrada en la apropiación privada de recursos públicos que salvarían vidas? ¿O nuestro objeto es la brutalidad policial? ¿O la de traficantes y milicianos? ¿O el foco es el bullying o la humillación a la que los más poderosos a veces someten a los más vulnerables, sobre todo en sociedades desiguales como la nuestra? ¿O nos referimos a la violencia sufrida por los que no tienen acceso a la justicia?
En cada caso, los dramas son diferentes, sus actores son distintos, los procesos físicos, psíquicos, simbólicos, culturales, emocionales, ambientales, sociales y económicos son diversos. Las lógicas bajo las múltiples dinámicas varían y, por lo tanto, aun cuando consideráramos razonable emplear el lenguaje de la causalidad, tendríamos que identificar una multiplicidad enorme de causas y efectos.
Otro punto: criminalidad. Ahora bien, el crimen no nace como la vegetación o el cabello, las uñas o la columna. No es una cosa, un evento, un accidente, fenómeno o hecho. Es una cualidad que ciertos tipos de sociedad atribuyen a determinadas prácticas, en momentos precisos de su historia. La cualidad es la de la transgresión, la que supone el establecimiento de leyes. Ilegal o delictivo es lo que se desvía del patrón dictado por normas legales. No existe el uno sin el otro. Y, como las leyes varían de sociedad en sociedad y cambian radicalmente con el tiempo, por razones de lo más diversas, también el crimen varía.
El adulterio femenino en el Irán contemporáneo es un crimen castigado con la muerte. En ciertos Estados de Estados Unidos, el sexo anal heterosexual era un crimen hasta la década de 1950. Valores asociados a circunstancias políticas y económicas proporcionan legislaciones enteramente diferentes. Por eso, sería un absurdo atribuir a cualquier factor la causa de la criminalidad, aunque se adoptara el lenguaje de las causas y los efectos. Más apropiado sería indagar sobre las causas de las leyes que criminalizan acciones humanas, al gusto de la historia.Así como hay innumerables modalidades de prácticas y experiencias pasibles de merecer la designación genérica de “violentas”, y tantos tipos de crímenes como leyes existentes, es vaga e incierta la idea de una “criminalidad violenta”.
Dicho esto, barrido el camino de presupuestos peligrosos que embotan la reflexión crítica, podemos recolocar la cuestión, ahora en otros términos: ¿habría factores cuya presencia facilitaría o estimularía la práctica de determinados actos justificadamente considerados violentos y clasificados como delictivos en Brasil, hoy? Claro que sí. A condición de no subestimar jamás la importancia de la actividad humana, del sujeto individual y de su libertad, a pesar de las innumerables y poderosas restricciones y de los inevitables condicionamientos. Siempre que comprendamos esos factores como variables cuya presencia favorece la práctica de actos criminales violentos y que, por lo tanto, deben ser evitadas si deseamos reducir las chances de que ocurran.
Pueden ser definidos como factores facilitadores de la violencia doméstica contra las mujeres: una cultura machista que, tácita o explícitamente, autoriza agresiones físicas y/o psicológicas y morales, asociada a la falta de apoyo institucional en la defensa de las mujeres y sumada a la ingestión abusiva de alcohol. Otro ejemplo, en el caso de factores facilitadores del reclutamiento de jóvenes de sexo masculino para bandas armadas, que practican homicidios: evasión escolar; depreciación de la autoestima; experiencias traumáticas en casa, en la escuela o en la comunidad; asociación cultural entre masculinidad y brutalidad; ausencia de alternativas atrayentes de ocio; falta de perspectivas de acceso al empleo y la renta; expectativa de reproducción de la vida económicamente subalterna y desvalorizada de los padres; contraste entre la convocatoria universal al consumo y a la posesión de fetiches (que valorizan, identifican e, ilusoriamente, distinguen y singularizan) y el veto, en la práctica, al ingreso a esa fiesta hedonista y seductora.
El Dipló: ¿Cómo interpreta usted la ocurrencia en Brasil de 35.000 muertes al año por armas de fuego? Casi todos son muy jóvenes, negros o morochos, y pobres. ¿Existe algo así como la criminalización de la pobreza?
L.E.S.: La criminalización de la pobreza existe, claro que sí. Los datos son elocuentes. Basta consultar los informes anuales de los Tribunales de la Infancia y de la Juventud, en todo Brasil. Hace ya 15 años que viene aumentando tanto el número de casos que involucran a jóvenes menores de 18 años como el uso o comercio de drogas. La inmensa mayoría de los jóvenes identificados es pobre. La presencia entre ellos de negros no retrata con equilibrio la distribución en la población, es decir, hay una evidente concentración de negros cumpliendo medidas socioeducativas. ¿Por qué? ¿Los niños pobres consumen más drogas ilícitas? ¿Comercializan más?
Cuando los jóvenes de clase media son atrapados con drogas, sus familias compran su libertad a la policía; lo que es más oneroso y complicado para las familias pobres que, en general, ni siquiera son despertadas en medio de la noche por llamados telefónicos atentos y preocupados por parte de policías que, en tono paternal, solicitan el comparecimiento del padre para una conversación acerca de drogas y juventud, con especial foco en su hijo adolescente. O la actitud de un juez que tiende a emplear la libertad de interpretación que le facultó la “flexibilización” de la ley, saludada en 2006 como un avance. ¿Cómo aplica esa libertad? Si se encuentra determinada cantidad de drogas en posesión de un joven de clase media, aun cuando sea superior al consumo inmediato, el magistrado tiende a aceptar la versión de que se trata de una provisión para mucho tiempo, porque el joven quiere mantener distancia de los traficantes, o que es una provisión para una fiesta circunstancial. La misma cantidad en un joven pobre tiende a ser interpretada como tráfico. En este caso, las justificaciones ya no se aplican.
Enviado a una entidad socioeducativa, el joven pobre comienza a pavimentar su camino hacia los márgenes, por razones conocidas de sobra. La hipócrita política de drogas ha servido sólo a la criminalización de los pobres y a la corrupción policial (en sociedad con las familias ricas que no quieren ver a sus hijos enredados en esa maraña perversa).
En cuanto al número aterrador de homicidios dolosos practicados en Brasil con armas de fuego y que victimizan sobre todo a jóvenes pobres de sexo masculino de entre 15 y 24 años, frecuentemente negros, la cuestión es otra. Ellos forman un grupo más vulnerable al reclutamiento, por los motivos expuestos en la respuesta anterior.
el Dipló: Hay distintos análisis sobre el papel de la policía. Unos dicen que debe actuar para hacer respetar las leyes, garantizar el orden público. Otros dicen que su papel es mantener a las clases subalternas bajo control, sumisas. En su opinión, ¿a qué conclusión lleva el análisis de las prácticas policiales?
L.E.S.: Lo que debe ser a menudo difiere de lo que es. En el caso de las policías brasileñas, difiere intensamente, profundamente, dramáticamente. ¿Qué son y qué han sido las policías brasileñas, de manera general y en la mayor parte de sus respectivas historias? Instrumento de opresión de los más pobres y de los negros, al servicio del Estado autoritario y excluyente, en un ambiente de impúdica desigualdad en el acceso a la justicia.
Con frecuencia, los trabajadores policiales son antes víctimas de las instituciones en las que actúan que voluntarios y conscientes verdugos de sus hermanos de clase.
Pero, ¿qué debe ser la policía? Para quien tiene convicciones democráticas y defiende, además de la libertad, la equidad en el acceso a la justicia, a la educación, a la salud, a las oportunidades, la policía debe ser instrumento de defensa de los derechos y las libertades constitucionales, velando para que algunos no violen a la fuerza o a través de subterfugios los derechos ajenos. Si actuara de esa forma, siempre protegiendo la vida y los derechos, la policía (cualquiera sea ella) recurriría a la fuerza medida y adecuada a cada caso sólo para impedir que un inocente se convierta en víctima.
La propia palabra “represión”, siempre exorcizada como un espectro diabólico, ligada a todo lo negativo, muestra otra cara cuando pensamos a partir de otra perspectiva. Por ejemplo: una criatura está por ser violada por un agresor. ¿Impedir la brutalidad significa oprimir el deseo y la libertad del agresor o significa defender a la criatura, a la vida, los derechos humanos y constitucionales? La represión del gesto violador, la represión del linchamiento, del racismo, de la violencia perpetrada contra la mujer o contra homosexuales, la represión que protege al mendigo humillado en la calzada, la represión que bloquea el uso del arma para matar, que evita el asesinato, el secuestro, la tortura, la apropiación privada de recursos públicos por la corrupción, el lavado de dinero. Esa es la represión que preserva la vida, los derechos humanos y constitucionales, las libertades. La palabra es terrorífica. Causa repulsión, y por buenos motivos. Pero crea la falsa imagen de que todo uso medido de la fuerza es contrario a los derechos humanos y a las libertades.
La policía es y será una institución indispensable mientras sean indispensables el Estado y el monopolio legítimo de los medios de coerción.
Cuando los seres humanos consigan convivir en paz, respetándose mutuamente, en plena libertad autogestionada, a partir de normas consensuales sobre bases de efectiva equidad, cuando ese sueño un día se realice, no habrá más Estado, clases, ni instituciones del Estado, ni incluso policía. Pero, hasta entonces, conviviremos con la necesidad de disponer de medios públicos de defensa contra violaciones, para que no retrocedamos al tiempo anterior a las policías, tiempo de linchamientos y milicias locales, baronías que hacían sus leyes y se regían por la vendetta (cualquier semejanza con ciertas realidades cariocas no es mera coincidencia…).
Si no decimos qué policía queremos, otros lo dirán. En nuestro modelo de policía para la democracia y los derechos humanos, para la ciudadanía y la equidad, bajo control externo y con transparencia, sin sesgos de clase y color, tiene que constar con énfasis la valorización de los policías, ciudadanos, trabajadores, seres humanos que merecen reconocimiento público, salario decente y tratamiento digno.
Quien confunda el ser con el deber ser, en este caso, correrá el riesgo de condenar lo que es a la inmutabilidad, de matar en la fuente los proyectos de cambio y de atar el futuro a los rastros del pasado.
El Dipló: ¿Cómo se puede entender la existencia, tolerada por gobiernos, de grupos de exterminio, escuadrones de la muerte, e incluso de actos de violencia como la masacre de Carandiru, o las propias milicias que surgen en Río de Janeiro, controlando territorios y enfrentando al narcotráfico? ¿Los policías tienen licencia para matar? ¿La impunidad de sus crímenes no sugiere eso?
L.E.S.: Detrás de todo eso están la tolerancia a la ejecución extrajudicial y el desprecio por la legalidad constitucional cuando está en juego la criminalidad practicada por los pobres, los descartables, los que están en la mira.
La historia de las milicias en Río de Janeiro, por ejemplo, es objeto del libro Elite da tropa 2, que acabo de escribir con Cláudio Ferraz, André Batista y Rodrigo Pimentel, y que será lanzado el día 8 de octubre junto con la película Tropa de elite 2.
La milicia remite, en su génesis, a la seguridad privada, a la degradación de instituciones políticas y policiales, a políticas de seguridad desastrosas. Hoy, son lo que hay de peor, de más bárbaro y más grave. Constituyen lo que, técnicamente, se llama “crimen organizado”. Son mafias formadas, sobre todo, por policías. Ya ocupan espacios políticos. Las UPP (1), en Río, tan celebradas –que retoman nuestra política antibelicista y comunitaria de las Asambleas por la Paz (1999) y del GPAE (2) (2000/2001)–, no sobrevivirán si las policías no son transformadas radicalmente.
Hoy, el Estado, en Río de Janeiro, por medio de sus policías, en función de las milicias, está metido en el pantano hasta el cuello, pero mantiene el aplomo, la elegancia y la sonrisa suave de los delicados. Ocurre que el pantano chupa el cuerpo como un vampiresco monstruo de las profundidades de la tierra. Las promisorias UPP serán tragadas hacia el fondo en poco tiempo, como ocurrió con las dos experiencias anteriores, porque la hegemonía en las policías impone límites estrechos al proyecto.
El Dipló: ¿Cree usted que la actual estructura de las corporaciones policiales tiene posibilidades de reforma, o sería mejor disolver las policías y comenzar todo de nuevo? ¿Existen condiciones políticas para ello?
L.E.S.: Tenemos que empezar de nuevo, respetando derechos laborales adquiridos y valorizando el conocimiento y la experiencia de los miles de excelentes y honestos policías que hay en las policías estatales. Sobre esto he escrito mucho, hace mucho tiempo. En cuanto a las condiciones, creo que hoy no existen, pero tendrán que ser creadas. También analicé las razones de nuestras dificultades en esta área. Para sintetizar, diría que aún no fuimos capaces de construir, ni siquiera entre nosotros, un consenso mínimo que trascienda la dimensión negativa y apunte a alternativas realistas, eficientes y realmente capaces de adecuarse, en la práctica, a nuestros valores. Nosotros, los segmentos movilizados y socialmente comprometidos, radicalmente democráticos de la sociedad brasileña, todavía no logramos entender que la seguridad es un derecho básico que el Estado tiene el deber de garantizar universalmente, con equidad.
Eso fue comprendido en el campo de la salud, y de ahí nació el SUS (Sistema Único de Salud), promovido por movimientos sociales y de profesionales suprapartidarios. Lo mismo pasó en los campos de la asistencia social –véase la LOAS (Ley Orgánica de Asistencia Social)– y de la educación. En la seguridad todavía hay resistencia a reconocer que la cuestión no se agota en los temas de violencia policial contra los pobres y de la criminalización de la pobreza. El tema abarca otras formas de violencia que alcanzan a todos los grupos sociales, inclusive actos de pobres contra ricos y contra policías. El pobre no siempre es víctima. El policía no siempre es verdugo.
Los derechos humanos, que defendemos y debemos defender siempre de manera intransigente son, por definición, de todos. No podemos admitir sus violaciones por quien sea contra quien sea, por más que comprendamos motivaciones, procesos históricos, dinámicas sociales, sufrimientos y traumas, experiencias intersubjetivas negativas.
En general, el niño pobre que se arma y se lanza a una vida de violencia comienza como víctima, se convierte en verdugo y acaba como víctima. Entender y sentir compasión, inclusive por los verdugos, no puede llevarnos a romper los compromisos con los derechos humanos de todos. Creo (espero) que un consenso en este sentido será posible en breve y viabilizará cambios profundos. El consenso se dará en torno a la defensa de la vida y de los derechos humanos, y de la equidad en el acceso a la justicia. O sea, alrededor de la idea de que son inaceptables la brutalidad policial y la brutalidad de cualquier ciudadano contra otro u otra, a no ser en el caso extremo de la legítima defensa.
La excelente noticia es que el 70% de los policías brasileños se declara contrario al actual modelo de policía, en el que el municipio es olvidado, la Unión vaciada y los Estados divididos con dos policías mutuamente hostiles, cada cual destinada a cumplir una parte del ciclo del trabajo policial. Una esquizofrenia absurda que sólo podría generar ineficiencia, desarticulación y el cuadro imposible de administrar que tenemos hoy en buena parte de las policías. El dato fue obtenido en la investigación “Qué piensan los profesionales de la seguridad en Brasil” (“O que pensam os profissionais da segurança no Brasil”) que realicé en 2009 con Marcos Rolim y Sílvia Ramos, con apoyo del Ministerio de Justicia y del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), en el que fueron escuchados 64.130 policías y demás profesionales de la seguridad pública de todo el país.
el Dipló: Si el problema es tan grave ¿por qué no se invierte en la calificación de la policía, salarios, equipamientos, entrenamiento, selección más perfeccionada, requisito de mayor escolaridad, etc.?
L.E.S.: Todo eso sería importante, pero estaría lejos de resolver el problema. Tenemos que hacer implosionar la estructura organizativa legada por la dictadura, fijada en el artículo 144 de la Constitución, que determina el modelo policial. Además de eso, necesitamos políticas de seguridad cuyas prioridades sean la vida, los derechos y las libertades con equidad.


1 Unidade de Policiamento Pacificadora: Unidad de Vigilancia Pacificadora [N. de la T.]. Sobre este tema véase por ejemplo, Eric Nepomuceno, “Pacificar a las favelas de Río”, Página/12, Buenos Aires, 12-4-10.
2 Grupamento de Policiamento em Áreas Especiais: Grupo de Vigilancia en Áreas Especiales. [N. de la T.]

Edición de Luz & Sombras. Fuente original:_ http://www.eldiplo.com.pe/crimen-y-prejuicio