22 nov. 2010


Una huella que no se borrar

por Osvaldo Gallone
Mucho se ha escrito sobre la muerte del notable escritor portugués y premio Nobel José Saramago, pero poco, en estos días, de su obra. Leerlo, disfrutarlo y comprobar por qué su altura literaria está destinada a persistir en la memoria de los hombres, es el mejor homenaje que merece.
Uno de los mayores escritores portugueses del siglo XX (pléyade que preside sin discusiones el poeta Fernando Pessoa y su privilegiada corte de heterónimos), José Saramago, murió el 18 de junio pasado en Lanzarote, residencia de voluntario exilio por el que había optado cuando el gobierno de su país se negó a presentar, por razones fundadas en la moral más estrecha de miras, El Evangelio según Jesucristo (1991) al Premio Literario Europeo. De modo atendible –y, en este caso, justo–, la muerte suscita el fervoroso homenaje en detrimento de la serena evaluación; de modo no menos atendible y justo, la obra de Saramago merece que se la descubra, se la revisite y se la aquilate. El mejor tributo a un escritor –muerto o vivo– sigue siendo uno y el mismo: leerlo.

La madurez del narrador

Se puede concebir a un poeta-niño prodigio (Una temporada en el infierno, de Rimbaud, se publica a los diecinueve años del autor), a un cuentista precoz (el argentino Miguel Briante publica Las hamacas voladoras a sus veinte años), pero parece inevitable que el andamiaje de la novela requiera, al menos, un atisbo de madurez biográfica.
Ese ancho género que se sustenta de manera preponderante en una tríada temática (amor, desasosiego, muerte) demanda que el escritor que lo frecuente haya amado, haya sufrido, haya percibido la ominosa sombra de la muerte. No resulta gratuito, pues, que entre la primera novela de Saramago (Tierra de pecado, 1947) y la segunda (Manual de pintura y caligrafía, 1977) transcurrieran tres décadas, tal y como si el vacilante joven de veinticinco años hubiera tenido que aguardar al hombre de cincuenta y cinco para emerger como un escritor de singular solidez dotado de un estilo intransferible.
En un breve ensayo de lectura inexcusable (El Renacimiento, cuya primera edición en castellano es de Hachette, 1944), Walter Pater define el estilo como “un estado de alma que informa el todo”; probablemente fueran tres décadas las que le insumió a Saramago acuñar con paciencia de orfebre ese “estado de alma” del que habla Pater. También se puede pensar que el estilo es la forma de respirar de un escritor, la cual, como toda forma de respirar, resulta personalísima, intransferible y única. Ya en Manual de pintura y caligrafía, pero especialmente en Levantado del suelo (1980, que cuenta la vida, labores y miserias de varias generaciones de campesinos del Alentejo), el estilo de Saramago despunta como una de las marcas inconfundibles de su prosa.
Tal vez la excelencia de una obra artística se pueda mensurar por el nivel de riesgo al que se expone; frente a la realización cauta y adocenada, la propuesta innovadora triunfa aunque fracase (Bouvard y Pécuchet, por mencionar un libro entre tantos, es un insigne fracaso flaubertiano). Una característica predomina sobre el resto en la apuesta estilística de la obra de Saramago: la ausencia de marcas convencionales en los diálogos (los guiones tradicionales que preceden al parlamento de los personajes) y, por tanto, genera el consabido magma de voces. En esta apuesta, Saramago gana con holgura: no hay una sola de sus novelas que cargue con el lastre de una confusión de voces, todas terminan por erigir una arquitectura coral en la que cada tono tiene su asiento y cada registro hace su habitación. Este rasgo deriva en una marcada musicalidad que acerca hasta la confluencia las modulaciones de la prosa y la poesía, del coloquialismo y el trabajo literario sobre la palabra.
Saramago es el ejemplo encarnado de que todo gran prosista está dotado del finísimo oído del poeta y de que toda gran escritura, de modo natural y necesario, tiende hacia la música. Ya se ha tornado famoso el consejo de Saramago para todo aquel que le transmitía su dificultad para seguir los diálogos sin la ayuda de los guiones: “Léalos en voz alta”. El consejo no es meramente una boutade; se lo podría poner, sin demasiados desajustes, en boca de Flaubert: otro artesano que se desvelaba en pos de la “palabra justa” con empecinamiento de poeta.
Como suele suceder, por obra de la paradoja y mediación del malentendido, la novela más popular de Saramago no es la mejor de su obra: El Evangelio según Jesucristo.
El saber del narrador es una de las piedras de toque de la escritura de ficción: cuánto sabe y cómo lo dosifica está en relación directa con la mayor o menor verosimilitud que sostiene y torna creíble la obra (para poner un ejemplo extremo: si el narrador de un relato policial sabe más que el lector, la tensión decae y el interés se pierde de modo irrecusable: Watson sabe tanto como el lector; Sherlock Holmes, mucho más). El narrador de El Evangelio…, más allá de la visión fecunda y heterodoxa con que construye a su Mesías, sabe mucho, sabe demasiado, tiene en su haber dos mil años de conocimiento, lo cual se traduce en una pérdida de frescura, de inocencia, que le es inherente a cualquier relato y sin la cual el texto ficcional se aproxima peligrosamente al ensayo o a la exposición (no por lúcida necesariamente novelesca) de ideas.

Tres obras maestras

Se puede presumir que, al menos, tres –notables en cuanto máquinas de narrar perfectamente aceitadas y escritas– son las novelas que le van a otorgar a Saramago un más que merecido sitio en la memoria literaria de los tiempos.
Historia del cerco de Lisboa (1989) es la historia del oscuro corrector de pruebas de imprenta Raimundo Silva, que decide poner un no donde el original decía sí, y cambia la Historia y su historia: los cruzados no auxiliarán a los portugueses a conquistar Lisboa, y lo que era un libro, precisamente, de Historia se va transformando, de modo paulatino, en una novela escrita por Raimundo Silva, que pasa de ser oscuro corrector de páginas ajenas a laborioso autor que escribe en nombre propio. En efecto, la escritura inscribe, y lo que inscribe, en principio, es un nombre propio. Raimundo Silva se pierde en la escritura, que es la mejor manera de encontrarse en la letra: abdica de la lógica propia para abandonarse a la lógica de la escritura; una estructura en la cual si se cambia algo, se cambia todo. Aquí sí, a diferencia de El Evangelio…, se pone de relieve que el saber del narrador es un saber hecho de lo que no sabe: el mejor narrador es el que no sabe todo. Y también planean sobre la novela, lo cual no es un dato menor, las hipótesis de Richard Rorty y, en cierta medida, Roger Chartier: el vacío en la Historia es colmado por la ficción, la cual es un instrumento de saber tanto o más fiable que el que dimana del documento presuntamente probatorio.
En El año de la muerte de Ricardo Reis (1984), Saramago convoca a uno de los heterónimos de Fernando Pessoa que, a fines de 1935, cuando Pessoa acaba de morir, desembarca en Lisboa y a lo largo de nueve meses (tiempo de parición y revelación, de ojos abiertos y precipitación en el espanto) dialoga con el espíritu de Pessoa y camina una ciudad lluviosa en el marco de una época signada por la guerra de España y el ascenso del nazismo. Con pericia de narrador consumado, Saramago entreteje la sombra de un heterónimo con una realidad brutal, autoritaria y cruel. Del mismo modo simétrico que en Historia del cerco de Lisboa confluyen el plano épico (la conquista de Lisboa) con el plano doméstico (la pequeña y cotidiana historia de Raimundo Silva), aquí la simetría se delinea en una doble vertiente: los diálogos entre un hombre que no es (Ricardo Reis, el heterónimo) y un hombre que ha dejado de ser (Fernando Pessoa, el hacedor de Reis), y la incidencia de ambos sobre la realidad de la Portugal salazarista. Por otra parte, cuando se habla de poesía en la obra de Saramago es necesario remitirse a esta novela en la cual se lleva a la palabra en prosa hasta sus límites poéticos.
Caín (2009) no sólo es la última novela de Saramago (calificación provisional de suyo, habida cuenta de aquello que desafortunadamente sucede a la muerte de todo gran escritor: la publicación indiscriminada: desde la novela inédita y en agraz hasta la doméstica lista de las compras), sino la última gran novela de Saramago, digno broche a una bibliografía de excepción.
Instrumentando con maestría el recurso del anacronismo, el autor pasea a Caín por la Historia con el propósito de interpelar a Dios en nombre de los hombres. Pocas veces una obra de ficción desnudó con tal despojada lógica la catadura cruel y arbitraria del Dios del Antiguo Testamento. Baste un ejemplo entre tantos: luego de presenciar la destrucción de Sodoma, Caín piensa que se segó la vida de inocentes; ante el desacuerdo de Abraham, que habla en nombre de Dios, Caín repone: “Los niños, los niños eran inocentes, Dios mío, murmuró Abraham, y su voz fue como un gemido, Sí, será tu dios, pero no fue el de ellos”.
En alguna entrevista, Saramago se definió en tono zumbón: “Soy un hombre aburrido. Ni siquiera fumo”. Ésta sí que puede ser tomada por una boutade. Su obra no es sólo un antídoto contra el aburrimiento, sino un estímulo para la dicha estética, para la honda reflexión, sostenida en una ideología indeclinablemente humanista.

Edición de Luz & Sombras. Fuente original:_ http://www.eldiplo.com.pe/una-huella-que-no-se-borrara