19 oct. 2010


El ciudadano del cine

por Osvaldo Gallone
A pocos artistas del siglo XX se les puede aplicar sin temor a la hipérbole el calificativo de genial como a Orson Welles. Sesenta y nueve años después del estreno, su película El ciudadano mantiene plenamente vigente su carácter de gran reservorio de las posibilidades del cine.
Que una ópera prima filmada por un chico de veintiséis años resulte de soberbia factura es infrecuente; que esa obra revolucione genuinamente el arte de la cinematografía es asombroso; que a sesenta y nueve años de su estreno resulte, inequívocamente, una de las dos o tres mejores películas de la historia del cine y ofrezca renovados perfiles cada vez que se la mira, ya es un prodigio que parece situarse en el plano de la inverosimilitud. Sin embargo, tal es el caso de El ciudadano, escrita, dirigida y protagonizada por Orson Welles y estrenada el 1º de mayo de 1941.
La historia de El ciudadano y su realización exhiben aspectos tan fecundos y dignos de nota como el propio film; de hecho, la vida y la trayectoria artística de su realizador se asimilan a un relato de género fantástico urdido por un demiurgo brillante, caprichoso y contradictorio.

El señor Kane

A mediados de la década de 1930, Welles funda el Mercury Theatre. En 1938, en la cadena radiofónica de la CBS y junto a sus compañeros del Mercury, decide emitir una adaptación de La guerra de los mundos, de H. G. Wells. La voz de Orson Welles, los efectos especiales y los estudiados silencios provocaron un efecto tan devastador entre los oyentes (hoy se puede escuchar la grabación completa en You Tube) que cientos de ellos entraron en pánico y ganaron las calles de Estados Unidos convencidos de que Nueva Jersey comenzaba a ser invadida por alienígenas (una parodia brillante y miniaturizada de la conmoción se puede ver en Días de radio, Woody Allen, 1987).
El programa alimentó una innumerable cantidad de teorías psicológicas y sociológicas alrededor del comportamiento de las masas y el alcance de los medios de comunicación masiva, y le supuso a Welles un rédito tan abrumador que le cambió de una vez y para siempre su vida y su carrera: la RKO Pictures le ofreció en 1939 un contrato para escribir, dirigir y producir con entera libertad tres películas.
Uno de los proyectos más ambiciosos, y que lamentablemente para la historia del cine quedó en agua de borrajas, fue la adaptación de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Al cabo, Welles convenció al guionista Herman J. Mankiewicz para que colaborara con él en la realización de una historia inspirada en la vida del magnate del periodismo William Randolph Hearst. El producto final (en cuya factura Mankiewicz tuvo una incidencia mayor de la que muchos historiadores del cine están dispuestos a admitir) fue El ciudadano.
Curiosamente, las extraordinarias innovaciones formales de este film (juegos de luces y sombras deudores de la estética de Rembrandt y de Vermeer, planos casi imposibles, innumerables tomas de y desde los techos, aperturas excesivas y deformaciones de lentes) guardan relación directa con el escaso conocimiento de Welles, hasta ese momento, de las posibilidades y, especialmente, imposibilidades técnicas a la hora de un rodaje (caso prolijamente análogo al de Pasolini). En el excelente libro de Peter Bogdanovich Ciudadano Welles (Grijalbo, 1994; una tan extensa como riquísima charla entre ambos directores), Welles destaca especialmente el trabajo de fotografía de la película, a cargo de Gregg Toland; el director demandaba inéditos efectos de iluminación y Toland se las amañaba para satisfacerlo, hasta que el propio Toland le confesó a Welles: “Ésta es la única forma de aprender algo: de alguien que no sabe nada”.
En efecto, en el registro técnico, Welles nada sabía; es desde esta adánica ignorancia que se propone y logra escenas que han quedado plasmadas para siempre en la memoria de cualquier cinéfilo. En el célebre diálogo entre Charles Foster Kane y Leland (Joseph Cotten), luego de que el primero, por un enredo de faldas, pierde ignominiosamente las elecciones para gobernador, la cámara está colocada en un ángulo inusualmente bajo; en su diálogo con Bogdanovich, Welles se extiende sobre el particular: “Tuvimos que cavar un agujero y lo hicieron en el suelo de cemento para que pudiéramos bajar tanto la cámara.”
El magnate del periodismo Charles Foster Kane muere musitando una palabra cuyo sentido es inaccesible para todos: “Rosebud”. A partir de ese momento (y a la manera de Akutagawa en el cuento “En el bosque” –sustrato argumental de Rashomon, de Kurosawa–, Wilkie Collins en su novela La piedra lunar o , mucho más cerca en el tiempo, Marco Denevi en Rosaura a las diez), todos cuantos conocieron a Kane dan su versión del personaje sin descifrar el enigma de esa última palabra: un puzzle soberbio de versiones, reiteraciones y rectificaciones en cuyo marco Welles utiliza como nadie la técnica del flashback y ahonda en el carácter elusivo de la verdad.
A la hora del estreno, como suele suceder con algunas obras maestras, pocos advirtieron la impecable estatura del film; hubo, al menos, una excepción, y no fue de las menores. En el número de la revista Sur correspondiente al mes de agosto de 1941, bajo el título “Citizen Kane: un film abrumador”, Borges no sólo alcanza a apreciar la obra en su real dimensión, sino que le augura un destino de inmortalidad; vale la pena transcribir el párrafo con el que cierra su reseña: “Me atrevo a sospechar, sin embargo, que Citizen Kane perdurará como ‘perduran’ ciertos films de Griffith o de Pudovkin, cuyo valor histórico nadie niega, pero que nadie se resigna a rever. Adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio. No es inteligente, es genial; en el sentido más nocturno y más alemán de esta palabra”.
Es probable (sólo probable) que William Randolph Hearst hubiera aceptado con una mueca de indisimulable disgusto el retrato más o menos grotesco e impiadoso que Welles ofrecía de su vida. Pero rosebud (“botón de rosa”, “pimpollo de rosa”), precisamente la palabra en torno a la cual giraba toda la historia, era el término (inequívocamente poético, hay que admitirlo) con el que Hearst designaba al sexo de su amante. Fue un chiste de Welles, el chiste más caro de la historia del cine. Hearst trabó la distribución de El ciudadano en todas las salas de estreno, logró que la película fuera un fracaso económico y dotó a Welles (que poco hizo para neutralizarla) de una fama de director maldito, controvertido y dispendioso que signó para siempre su relación con la industria: difícil, tormentosa y, por momentos, imposible.

El gran impostor

Lleva razón Harold Bloom en su monumental e imprescindible libro sobre Shakespeare (La invención de lo humano, Grupo Editorial Norma, 2001) al señalar que hay dos creaciones de Shakespeare más grandes en sí mismas que las obras que las contienen y albergan: Falstaff y Hamlet. No hubo en el escenario del arte contemporáneo nadie más falstaffiano que Welles: desde su exuberancia física hasta su catadura omnívora, verborrágica, indeclinablemente vitalista. Además de El ciudadano, por si fuera un logro menor, desarrolló una filmografía en la que se puede encontrar un puñado de indiscutibles obras maestras que sólo ha podido empalidecer, precisamente, el capo lavoro que es El ciudadano.
Su pasión shakespeareana lo condujo a una memorable adaptación de Macbeth (1948; su Otelo, de 1952, es una suma de retazos y destellos de genialidad debido a problemas de índole financiera) y a una joya como Falstaff (1965) o Campanadas a medianoche, título inspirado en el diálogo sostenido entre Falstaff y el juez de paz en la segunda parte de Enrique IV (acto III, escena II), donde el primero admite la vieja amistad que hay entre ambos diciendo: “Hemos oído las campanadas de medianoche, señor Somero”. Y en su adaptación de Don Quijote (1961), el Sancho Panza de Welles puede asimilarse, de modo natural y hasta necesario, a sir John Fastaff.
La dama de Shanghai (1948, cuya estructura de triángulo amoroso que deriva en crispado huis clos toma Polanski para su excelente ópera prima de 1962, El cuchillo en el agua) es, por un lado, un rendido homenaje a Rita Hayworth y, por otro, una lección de cine. Unidos en matrimonio entre 1943 y 1948, Welles le dedica a Hayworth planos cenitales, primerísimos planos y escenas enteras en las que se destaca una de las bellezas más genuinas que habitó una pantalla de cine. La escena en la que se resuelve la trama (un notable juego de espejos cóncavos y convexos enfrentados en los que se reflejan y superponen los tres protagonistas) es un alarde estilístico y fue debidamente homenajeada por Woody Allen en Misterioso asesinato en Manhattan (1993).
El talento del hacedor opacó, sin duda, la versatilidad del intérprete. En Sed de mal (1958), Welles le da vida a un personaje que Guillermo Cabrera Infante, en Un oficio del siglo XX (El País-Aguilar, 1993; edición definitiva cuya tapa está ilustrada con un fotograma célebre de El ciudadano), define con maestría: “Sucio que casi se huele su mugre, cojo, enorme, racista, antipático, el policía Quinlan es una visión tan poderosa como lo era Kane”. Y su interpretación del abogado en El proceso (1963) no es menos excepcional que la adaptación que hace de la novela de Kafka.
F for Fake (o F de Falso, o Fraude, 1973) es la última película acabada de Welles, su testamento cinematográfico y, acaso, su más fiel autorretrato; eso es lo que fue: un mago inagotable, un tramposo genial.


*Escritor y crítico literario, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.

Edición de Luz & Sombras. Fuente original:_ http://www.eldiplo.com.pe/el-ciudadano-del-cine