29 nov. 2010


Dolores del crecimiento

El drama político de este gobierno en su cuarto año se parece mucho al drama político del gobierno anterior por la misma época: para una mayoría de la población, 48 meses de buen crecimiento económico, el logro más importante desde la perspectiva oficial, parecen valer pito. Hasta ahora no hay cómo saber si la gente quiere más crecimiento, o menos desigualdad, o más chorreo, o simplemente alguna otra cosa, que el gobierno no parece saber qué es.
Para Alan García estos años han sido de lucha por imponer el crecimiento económico y sus efectos como el principal criterio de validez política. Que el discurso más bien torpe de Alejandro Toledo no lo lograra, era previsible. Pero se suponía que el talento de seductor de García unido a la presencia de muchos más recursos en una economía estable le darían la ventaja decisiva al neoliberalismo enfrentado al “antisistema”.
Toledo sufrió parecidos rigores. Produjo 60 meses de buen crecimiento sostenido, pero su gobierno y su persona fueron detestados por una gran mayoría. Haber producido ese crecimiento no parece un factor decisivo en su expectante intención de voto actual. Mientras gobernó la economía no fue un dato redentor, ni siquiera entre los sectores más favorecidos por ella. Al final sus trabajos fueron recompensados con un súbito, mezquino 30% de aprobación.
Todavía es un enigma si el reconocimiento de méritos buscado por García se dará en el mediano o largo plazo. Pero lo de más impacto en el corto plazo es que el crecimiento no ha producido aprobación mayoritaria. Pero a la vez es notorio que los políticos, incluso opositores, que sintonizan con la política económica del crecimiento realmente existente son los que dominan el campo.
Dos fenómenos confluyen para crearle esta dificultad al gobierno: de un lado la resistencia al crecimiento económico predominante en sí mismo, que viene del hemisferio norte, y es parte del bagaje de muchos discursos ecológicos; y de otro la queja contra la forma específica que ha tomado el crecimiento en el país. Esto último en lo esencial significa la constatación del poco chorreo que ha habido.
Podemos añadir una variante local: la atávica sospecha que despierta la idea misma de bonanza en el Perú, como algo transitorio, en la medida que depende de los precios internacionales, que solo beneficia a un puñado de personas, y que deja más pobreza que antes. Esto es parte de lo que está contenido en la crítica a que la producción peruana siga siendo, como siempre, sobre todo de materias primas.
En una línea de análisis, más bien sutil, algunos críticos de la política económica de este gobierno (que no es sino la prolongación de la de los anteriores tres gobiernos) no critican el crecimiento en sí mismo sino sus insuficientes y hasta contraproducentes efectos sociales. Estos son los discursos que participan del debate nacional en los medios, y que suelen ser llamados de izquierda, a pesar de que históricamente la izquierda ha sido pro-crecimiento.

Son varios los estudios que muestran que el crecimiento no gana adeptos políticos cuando no aborda a la vez la desigualdad. La gente no solo da importancia a su propio avance, sino que tiene los ojos muy puestos en que se respete la equidad. De otro modo el crecimiento es percibido como un enemigo de la movilidad social, y un mecanismo para mantener las ventajas de los ricos.
A la vez el crecimiento tal como viene existiendo también recibe él mismo críticas, y no solo en el Perú. Es considerado, entre otras cosas, antiecológico, antinacional, expoliador, agravador de la desigualdad. Aquí de alguna manera se le equipara con las recurrentes bonanzas del pasado que dejaron al país en el mismo predicamento en que se encontraba antes: un mero ejercicio de saqueo antipopular.
El gobierno ha elegido el camino de responder estas críticas mostrando las obras y los adelantos logrados a partir de una caja fiscal enriquecida por el crecimiento: un Perú que avanza produciendo inéditos niveles y formas de acceso a recursos de todo tipo. La relación de avances no es desdeñable, y supera las de otros gobiernos. Pero el impacto en la política es limitado. ¿Por qué?
El encono ideológico no tiene mucho poder explicativo en estos tiempos en que la política se maneja por temas puntuales, más que por conjuntos complejos de ideas. Una mejor explicación es que simplemente los logros se quedan cortos frente a las necesidades y las aspiraciones. Tal vez el acceso a los servicios básicos, como la telefonía o la vivienda, el agua o la energía eléctrica, valoradísimo en otro tiempo, ya no es considerado un logro decisivo, o siquiera suficiente.
En otras palabras, el crecimiento puede haber servido a muchos, pero no ha podido producir un estado de conciencia social capaz de aniquilar los sentimientos de necesidad, de postergación, de injusticia social o de protesta que marcan el siglo XX peruano y su secuela. Una versión de demasiado poco demasiado tarde, quizás.
Además no olvidemos que la economía viene creciendo unos 10 años, y los efectos sociales de ese crecimiento no han sido tan dramáticos como su proclamación desde el oficialismo o el empresariado. Hay la constatación de que la pobreza no se reduce ni remotamente a un ritmo parecido al del crecimiento.
Algunos consideran que la mejoría socioeconómica trae sus propios conflictos. Por ejemplo la conciencia de que el crecimiento enriquece más a los que ya son ricos o prósperos, y deja a los viejos bolsones de rezagados por el camino. O los efectos de la clásica revolución de las expectativas, alentada por el discurso triunfalista del capital.
Lo que el gobierno no ha podido lograr en cuatro años es un difundido sentimiento de participación en el crecimiento peruano, o que la constatación de algunas mejorías influya en la opinión política. ¿Cuáles son los factores que han interferido con esto, produciendo un electorado mayormente pro-capitalista, pero a la vez un gobierno impopular?
Un posible motivo es que García haya asumido la defensa del status quo económico como una confrontación con sus cuestionadores. La protesta ha sido etiquetada y tratada como anti-crecimiento y anticapitalista de partida. Esto a pesar de que buena parte de los conflictos en este nuevo siglo son de raigambre capitalista: precios, mercados, defensa de condiciones ambientales de producción, acceso a diversos recursos.
Esta situación, cuyo epítome es la teoría del perro del hortelano, permitió a la oposición política de izquierda reciclar muchos de esos reclamos, difundidos por todo el país, como parte de una lucha contra las bases mismas del crecimiento, y en segunda instancia del gran capital privado. No se logró formar un movimiento nacional unificado, pero sí crear desde los medios un estado de ánimo resistente a los avances del capital.
El gran argumento contra lo anterior ha sido, machaconamente, el crecimiento y sus efectos. El argumento está allí, pero no parece fácil usarlo. Hay cifras negativas para neutralizar las cifras positivas. La pobreza, aun reducida, tiene una elocuencia difícil de poner de lado. Los avisos sobre que El Perú avanza, pagados por el gobierno, son indicativos de su poca llegada al público.
Una explicación adicional podría ser que la gente reconoce el crecimiento, y lo aprecia incluso, allí donde le toca, pero se resiste a reconocer que sea realmente un mérito del gobierno. Sería más bien un sentimiento de que el mérito es de la propia sociedad, y el gobierno queda más bien como la fuente de todos los errores producidos por el camino.
Pero esta idea de una población pro-política económica y anti-gobierno es desmentida por lo que sucede en las encuestas. Los sondeos del IOP-PUCP en Lima, por ejemplo, muestran que la idea de que la economía peruana mejoraría fue bajando de 60% en enero del 2007 a 35% en enero del 2010, y la aprobación de García pasó de 59% a 36% en el mismo periodo. En ese plazo el crecimiento nunca se detuvo.
Este tipo de paralelismo no es automático. Una encuesta mundial del Pew Institute, Washington D.C., de junio pasado muestra que cuando la gente tiene una percepción de que hay pocos problemas en la economía (50% o menos) la inestabilidad política puede sin embargo ser significativa, y al revés. Como que no siempre hay premio político a una gestión económica de crecimiento.
¿Qué quiere la gente? Pareciera que no quiere un crecimiento en que el gobierno patrocina los negocios privados. No es que esté necesariamente en contra, sino que eso no es la estofa de la que está hecha su relación con la política. La gente quiere un crecimiento sumado a discursos que sintonicen con sus circunstancias: la esperanza, el consuelo, la identidad, no tanto con las limitaciones de la realidad.
Quizás no es casual que varios de los gobiernos latinoamericanos de izquierda hayan producido poco crecimiento en el quinquenio y una deleznable reducción de la desigualdad, pero que sus presidentes tengan índices de aprobación considerablemente más altos.
García asumió y planificó un quinquenio de redención de sus traspiés de 1987-1990, y eso significó asumir, con la fe del converso, el discurso del crecimiento económico como cimiento de su imagen y de su gobierno. Al no poder uncir el prestigio del crecimiento a su política, empezó desde temprano a vivir un deterioro de su imagen, que a su vez redujo el prestigio del crecimiento: un círculo vicioso heredado del toledismo y que seguramente le va a transferir a su sucesor.
¿Lo tenía calculado García? La experiencia de Toledo sugiere que ya lo sospechaba. Pero quizás pensó que la cosa era asunto de grados, que a partir de cierta intensidad del crecimiento (el famoso “paso al primer mundo”) la cosa empezaría a cambiar. Todavía no ha sucedido, y los plazos se acortan

Edición de Luz & Sombras. Fuente original:_ http://www.eldiplo.com.pe/dolores-del-crecimiento