Empezar la desmundialización financiera
Jue, 05/20/2010 Por Frédéric Lordon*
Cómo someter las decisiones económicas al debate
político
Los inversores extranjeros –entre los cuales, en primer lugar,
figuran los bancos franceses y alemanes– poseen el 70% de la deuda
griega. Una situación que coloca la política del país bajo la tutela de
las instituciones financieras, y que podría extenderse a España, Italia o
Portugal. Sin embargo, existe un medio de asegurar la soberanía de la
deliberación política: renacionalizar la deuda.
Conforme a la lógica eterna de los falsos debates, el tumulto de
comentarios suscitados por la crisis griega tuvo gran cuidado en
mantener estanca la separación entre las preguntas que podían plantearse
(inofensivas) y aquellas que no podían plantearse (más molestas). En
particular, la pregunta sobre los modos de encarar la financiación del
déficit público. Se trata de una cuestión que los tratados europeos se
esfuerzan por declarar clausurada: esta financiación se hará
exclusivamente sobre los mercados de capitales, bajo la tutela de los
inversores internacionales, y de ningún otro modo. Sin embargo, la
simple observación de los daños que surgen de la exposición de las
finanzas públicas griegas a los mercados obligacionistas podría
despertar algún interés por explorar soluciones menos desastrosas, como
por ejemplo el recurso a la financiación monetaria del déficit (1).
Dicha observación también podría invitar a analizar el caso singular
de Japón, un país tan enormemente endeudado… que quedó fuera de la
crónica de las crisis de deuda soberana. Pues si se presta atención a la
deuda griega, su saldo pendiente (270 mil millones de euros, es decir
el 113% de su Producto Interno Bruto (PIB) en 2009, el 130% previsto
para 2010) parece uno de los más modestos comparado con el de la deuda
japonesa, cuyo coeficiente alcanzaría los 200 puntos de PIB en 2010,
récord indiscutible entre los países de la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). ¿Cómo se comprende que el
poseedor de la deuda pública más importante del mundo, afectado además
por la solvencia aparente más degradada (si se la mide por su relación
con el PIB), siga siendo ignorado por los inversores internacionales?
La simplísima respuesta es la siguiente: porque los inversores
internacionales no son los suscriptores de la deuda pública japonesa,
que en cambio poseen –en más de un 95%– los ahorristas nacionales.
Exactamente a la inversa de Estados Unidos, Japón fija para los hogares
una tasa de ahorro abultada, que alcanza ampliamente para cubrir las
necesidades de financiación del Estado y, más aun, de las empresas. Por
eso los mercados no son solicitados por la deuda pública japonesa –que
se las arregla muy bien sin ellos– ni, por consiguiente, tienen la
posibilidad de someter la política económica de Japón a sus absurdas
normas. Para que los mercados pudieran tener injerencia en esta materia,
deberían disponer del instrumento, a saber, los títulos de la deuda.
Sin posesión no hay intromisión.
Para el que quiera entenderla, la crisis griega, alumbrada a la
desconcertante luz del caso japonés, ofrece la oportunidad de volver
sobre la propia lógica de la desregulación financiera internacional, que
no debe mucho a los prodigios de la teoría económica estándar –siempre a
mano para prometer el oro y el moro, crecimiento y empleo, cuando se
habla de desregulación–, sino que ha sido llevada por intereses sólidos.
A partir de mediados de los años ochenta, en efecto, Estados Unidos se
vio confrontado al siguiente dilema: ¿cómo financiar el déficit
(exterior y presupuestario) cuando no hay más ahorro nacional? (2) Muy
simple: trayendo el ahorro de los países que sí tienen. Es decir, en esa
época (y, por otra parte, hoy también), Japón y Alemania y, en lo
sucesivo, China. La desregulación financiera es, pues, la respuesta
estratégica que consiste en instalar las estructuras de circulación
internacional de capitales que permitan que la economía estadounidense
no tenga que completar el circuito ahorro-inversión en su espacio
nacional.
Digamos muy claramente que, inconscientes de lo que los esperaba
luego, un buen número de otros países no pudieron resistirse a los
encantos circulatorios de la desregulación financiera internacional.
Porque, debido a la disminución de crecimiento sobrevenida en la década
de 1970, los déficits que hay que financiar se convirtieron en el
problema endémico de la inmensa mayoría de las economías del Norte.
Entre ellas, Francia concibió muy explícitamente su propia
desregulación, en un principio al servicio de la financiación no
monetaria de su déficit presupuestario (3). Sin embargo, al precipitarse
sobre el genial hallazgo del reciclaje internacional del ahorro,
ninguno de esos países tardó en descubrir las sujeciones que el sistema
tiene como contrapartida. Porque, en la relación entre deudores y
acreedores, las estructuras de los mercados de capitales liberalizados
inclinan la relación de fuerzas a favor de los segundos. Y los Estados
descubren progresivamente que pedir prestado a los mercados es someterse
al veredicto de los mercados.
Ahora bien, si ese veredicto fuese esclarecido, sería sólo un mal
menor. Pero no lo es, y sobre todo no puede serlo (4). Desde la
imposición de tasas de inflación tan bajas como sea posible hasta la
sanción de cualquier deriva del déficit presupuestario –incluso la mejor
fundada– pasando por la prohibición de su financiación monetaria y la
sacralización del modelo de banco central independiente, es bastante
fácil advertir la amplitud de las renuncias de política económica que la
tutela de los mercados implica.
Ocurre que la limitación “en régimen” se convierte en pesadilla
durante una situación de crisis, porque la desconfianza de los
inversores se traduce en ventas de los títulos de la deuda pública y una
consecuente subida de los tipos de interés, es decir del costo de
financiación de los Estados. El aumento de tensión financiera que se
produce puede llegar a imponer costos exorbitantes a los presupuestos
públicos, como hoy observan dolorosamente los griegos. Como resultado,
los arrebatos colectivos que se cristalizan en torno a la hipótesis de
un default soberano se llevan a la masa de operadores en una dirección
que tiene todos los rasgos de la doctrina normalizadora de los mercados,
y que vuelve el encauzamiento de la política económica aún más cruel;
alcanza con ver la amplitud de los sacrificios que los inversores exigen
a Grecia, muy a corto plazo, para recobrar una aparente calma. Y esos
sacrificios tienen como único límite el estar acompañados por
compromisos europeos para prevenir cualquier default…
La solución japonesa
Precisamente es en ese punto donde el caso de Japón podría resultar
instructivo. Para librarse del poder de prestamistas abusivos… hay que
cambiar de prestamistas. Eso es lo que Japón tuvo el buen tino de hacer;
mejor dicho, tuvo el buen tino de no efectuar el primer cambio, aquél
que lanzó a la inmensa mayoría de los demás Estados a las garras de
inversores, cuya entrada a los mercados domésticos se vio facilitada por
las estructuras de los mercados desregulados, y que obtuvieron de ellas
todo el poder de coerción sobre las políticas económicas locales. A
contramano de la ideología de la mundialización que hace la apología de
la supresión de todas las fronteras –especialmente de las que podrían
oponerse a los movimientos de capitales–, el caso japonés, al menos en
materia de endeudamiento del Estado, ofrece el ejemplo de una
configuración no sólo viable sino además dotada de propiedades bastante
buenas.
No debe inferirse de ello que la solución japonesa representa la
medida infalible que permitiría a las deudas públicas ser financiadas
sin límite y fuera de toda restricción –a 200 puntos de PIB, no es
imposible que también Japón algún día se tope con una dificultad–, pero
al menos deberá reconocérsele la capacidad de haber llevado un alto
nivel de deuda soberana en excelentes condiciones de estabilidad.
Tampoco debe omitirse la serie de condiciones anexas que, además de la
posesión residente, hicieron posible la hazaña, particularmente el
trabajo coordinado de los poderes públicos y las instituciones de
recaudación de ahorro familiar. Por un compromiso típico de los modos
japoneses, el sistema bancario y las cajas de pensiones activamente
“jugaron el juego”, es decir, orientaron masivamente los activos de los
hogares hacia los títulos de la deuda pública. Los ahorristas no
tuvieron quejas: desde hace dos décadas, el mercado de las acciones está
dañado, y sus rendimientos son de lo más modestos. En cuanto a la
política monetaria de tasas casi nulas, lo cierto es que tuvo beneficios
de niveles muy bajos, al lado de los cuales los pequeños porcentajes
ofrecidos por los títulos públicos son simplemente magníficos.
De cualquier manera, el caso japonés brinda la ocasión de redescubrir
que en materia de asignación del ahorro, los propios ahorristas no son
nada, y que todo el poder desemboca en los intermediarios, es decir en
los recaudadores institucionales que juegan para ellos. Pero lo más
sorprendente está en el hecho de que este poder a veces puede no ser
ejercido para peor, ya que, al contrario de sus colegas occidentales –a
quienes les gusta jugar el juego del arbitraje cortoplacista y desplazar
frenéticamente sus capitales de una clase de activos a otro y de un
país a otro, en busca de no desaprovechar ni el menor diferencial de
rentabilidad–, los inversores institucionales japoneses “fijaron” una
parte importante del ahorro de sus mandantes en los títulos públicos,
cuyas condiciones de financiación se revelaron entonces de una gran
regularidad y sobre todo sustraídas a todas las aceleraciones
especulativas que desestabilizan periódicamente los títulos soberanos de
otros países.
No hay que buscar más lejos las condiciones de posibilidad de la gran
tranquilidad que hasta ahora ha acompañado el crecimiento impresionante
del nivel de la deuda pública japonesa… y que podría permitirnos, si no
hacer lo mismo –¡porque 200 puntos de PIB no es un objetivo deseable en
sí!–, al menos distender la temible restricción que pesa sobre el
endeudamiento público justo cuando es más necesario: en el corazón de la
recesión.
Así pues, no hay treinta y seis elecciones posibles… ¡pero sí que
las hay! Una es someterse a las órdenes terminantes de los inversores
internacionales, que limitan el volumen bruto de la deuda pública y las
condiciones en las cuales es contraída. Otra posibilidad, bajo la
hipótesis (sin duda discutible) (5) de que se desea permanecer en el
registro de la financiación obligacionista pura, es optar por la
nacionalización mayoritaria de la financiación del déficit organizando
la asignación masiva de los ahorros nacionales (evidentemente para los
países que, como Francia, disponen de ellos) en los títulos del Estado.
Como los recaudadores de ahorro franceses tomaron hace tiempo otra
dirección, y como parece difícil que se plieguen espontáneamente a un
compromiso como el japonés, habrá que someterse a la coerción de reglas
limitantes a minima, en particular obligando reglamentariamente a los
inversores nacionales a asignar una parte de sus deudas en curso a los
títulos de la deuda pública; en todo caso, una parte suficiente para que
dicha deuda esté casi totalmente cubierta por suscripciones nacionales.
Bien considerado, hay allí una fórmula con bastantes ventajas y pocos
inconvenientes. En primer lugar, los títulos del Estado ofrecen una
remuneración de ahorro razonable, superior al de las libretas (pero
sujeta al pago de impuestos) sin caer en la extravagancia (ya que en
general los bonos del Tesoro constituyen el activo llamado “sin riesgo” y
funcionan como piso de la jerarquía de los tipos de interés). En
segundo lugar, desviar el ahorro de las acciones probablemente sea uno
de los mejores servicios que se le pueden proveer al propio ahorro –pues
se lo protege de las regulares quiebras bursátiles que afligen a los
accionistas minoritarios–, pero también a la comunidad, ya que el
“ahorro-acciones” (6), económicamente dispensable, no deja de ser el
instrumento mismo del poder accionario y de las limitaciones que pesan
sobre el salariado.
Se dirá que la renuncia a la movilización de los capitales
extranjeros y la orientación prioritaria del ahorro nacional hacia los
títulos públicos reactivarán fatalmente el efecto de evicción (7). En
realidad no hay nada de eso, ya que la tasa de ahorro francesa es tan
elevada que permite cubrir fácilmente las necesidades de financiación
del Estado “dejando”, al mismo tiempo, para el sector privado. Por otra
parte, según la hipótesis que aquí contemplamos, las empresas
permanecerían perfectamente libres de ir a financiarse en los mercados
internacionales.
Volver al marco nacional
Digamos, sin embargo, las cosas como son: se trata en efecto de un
sistema de contribución forzada. No contribución instantánea directa
–cuyo nombre es impuesto–, sino contribución indirecta vía la
financiación temporal del déficit público… ¡y contribución remunerada!
Se han visto forzamientos más dolorosos. El paralelo entre ambos modos
de contribución, por lo demás, ofrece la ocasión de recordar que una de
las vías de resolución del problema, sistemáticamente apartada, no de la
financiación del déficit sino del déficit mismo, consistiría en volver
sobre la serie de las exenciones de impuestos para nunca acabar (8).
Pero la desmundialización de la financiación de los déficits tendría
sobre todo un mérito inmenso cuyo sentido se volvió casi totalmente
ajeno al criterio de los economistas (ortodoxos): un mérito político y
democrático. Renacionalizar la cuestión de la financiación equivale a
expulsar al tercero (los inversores internacionales) y a volver a
integrar dicha cuestión en el contrato social nacional, ofreciendo la
posibilidad de someter de nuevo al cuerpo político mismo el arbitraje de
los conflictos que necesariamente induce esta cuestión. Como tan bien
lo mostraron Bruno Tinel y Franck Van de Velde (9), el conflicto
generacional oportunamente planteado sobre el modo quejoso de “la deuda
que vamos a legarles a nuestros niños” tiene por función principal
enmascarar el conflicto fundamental –y perfectamente contemporáneo–
entre los menos ricos que, mediante sus impuestos, pagan el servicio de
la deuda cuyos títulos detentan los más ricos.
Los mismos términos de esta redistribución instantánea de los
contribuyentes comunes hacia los poseedores de patrimonios financieros
son determinados por los funcionamientos de los mercados de capitales,
que por consiguiente escapan totalmente de cualquier deliberación
soberana –recordemos, además, que el servicio de la deuda ocupa el
segundo puesto presupuestario, justo detrás de la educación nacional,
una bicoca… y sobre todo un agujero negro en la soberanía política, cuya
expresión financiera por excelencia es el presupuesto estatal–. ¿Qué
tasa de interés debe tener la deuda pública, y cuál debe ser el importe
de estas transferencias? He aquí una cuestión que debe zanjar sin duda
el cuerpo político. Pero esto sólo es posible si la enorme mayoría de
los poseedores de títulos de la deuda pública son los mismos ciudadanos
del país. Es decir, si es posible organizar en el perímetro de la
soberanía la confrontación de los intereses antagonistas de acreedores y
deudores.
Entonces –pero solamente entonces–, de la misma manera en que los
candidatos al ejercicio del poder someten al pueblo sus elecciones
fiscales, podrían someterle sus elecciones financieras. Una tasa
demasiado elevada y el gasto de la deuda, por un efecto de evicción del
que se habla menos, por fuerza llevará al abandono de gastos públicos
útiles. Con una tasa demasiado baja, los ahorristas se verán
perjudicados con una remuneración insuficiente. Si es demasiado baja,
también, la fuerza de advertencia sobre el endeudamiento público ya no
será lo bastante poderosa, y con el tiempo representará una amenaza de
pérdida de solvencia y de exposición de los patrimonios de los
acreedores. Con una tasa demasiado elevada, las transferencias a los más
ricos caerán en la anti redistribución abusiva, etc.
Entre todos estos efectos contradictorios, es el cuerpo político, en
sus fracciones diversas, quien debe decidir, y nadie más que él. En todo
caso, ciertamente no los inversores internacionales que, aunque
conducidos únicamente por sus intereses de acreedores y perfectamente
ajenos a la comunidad política, están en condiciones de imponerle
algunas de las decisiones más pesadas de su vida colectiva.
Como ahora se volvió evidente, la principal urgencia de la doctrina
liberal fue declarar el espacio nacional perimido y promover las
transformaciones estructurales (desregulación de todo tipo) que pudieran
introducir esta afirmación en la realidad. La historia de los siglos
XIX y XX dio bastantes razones para desconfiar de la hipertrofia del
principio nacional que lleva el nombre de “nacionalismo” y que sin
embargo no produjo ningún diseño operativo alternativo de la soberanía
política. Es por eso que, destruyendo la idea de nación, el liberalismo
destruye al mismo tiempo la de soberanía, cuidándose –marca de su
hipocresía perfecta– de evitar toda reconstrucción de soberanía a
escalas territoriales ampliadas. Porque la idea de nación soberana
podría perfectamente extenderse más allá de los conjuntos territoriales y
culturales donde nació, para abrazar conjuntos compuestos de otro modo,
pero coherentes por la puesta en común de un destino, precisamente eso
que llamamos soberanía (una extensión del término por la cual se
volvería claro que soberanía y nación son de hecho una misma cosa, y que
la una no es más que otro nombre para la otra).
Pero que estos conjuntos constituidos en cuerpos políticos deliberen,
fijen sus reglas y las hagan aplicar, eso es lo que el neoliberalismo
quiere evitar por todos los medios. Lo dejamos hacer mucho hasta ahora, y
la cuestión es saber hasta dónde dejaremos que siga. Si se nos permite
acudir de nuevo a la historia reciente, verdaderamente habría motivos
para desconfiar de los movimientos de reconstitución violenta de las
soberanías cuando éstas han sido demasiado agredidas, porque la
soberanía también puede adquirir las formas más aborrecibles. Ahora
bien: no podemos excluir de plano que, tras dos décadas de erosión y de
agresión continuas, comenzamos a acercarnos peligrosamente a esos puntos
críticos. Por eso la idea de una reconquista ordenada ofrece una
perspectiva política que podría ser interesante, y quizá hasta urgente.
Tiene por supuesto el inconveniente, en un primer momento, de tener
toda la apariencia del nostalgismo para despertar otra vez la idea de
nación ridiculizada por el neoliberalismo y por todos aquellos que, en
la izquierda, encuentran útil ofrecerle su ayuda, aun al precio de ese
reduccionismo que la concibe en sentido estrecho y siempre separada de
su correlato esencial: la soberanía. Sería bueno que algún día toda esta
buena gente diga si, en su afán de enviar la nación al basural de la
historia, también quiere dejar allí la idea de soberanía.
A mediano plazo, en todo caso, es posible preferir el nostalgismo de
la deliberación política –a la cual se integrarían por completo los
arbitrajes del endeudamiento público– por sobre un mundo globalizado,
despampanante de modernidad, en el cual son los mercados de capitales
los que fijan el importe de la exacción, es decir del tributo extraído
sobre la riqueza nacional por acreedores de los cuatro rincones del
mundo. Y es posible encontrar algún valor en esta conclusión, en
resumidas cuentas bastante simple: si la mundialización no es en
definitiva otra cosa que la disolución de las soberanías por la
mercantilización de todo, entonces desmundializar es repolitizar. 1 Y por lo tanto sustraídos a los mercados de capitales y precedentes por la apertura de créditos del banco central (creación monetaria) al Tesoro. En este sentido, ver “ Au-delà de la Grèce: déficits, dette et monnaie”, Les blog du Diplo, “La pompe à phynance”, 17-2-10, (http://blog.mondediplo.net).
2 La tasa de ahorro de las familias estadounidenses cayó continuamente, hasta llegar del 8% a principios de los ochenta a… 0% en 2006.
3 Pierre Rimbert, “El buen ejemplo francés”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, abril de 2009.
4 Frédéric Lordon, Les quadratures de la politique économique, Albin Michel, París, 1997.
5 “Au-delà de la Grèce…”, art. cit.
6 Frédéric Lordon, “¿Y si se cerrara la Bolsa?”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, febrero de 2010.
7 La teoría económica habla de un “efecto de evicción” cuando, en una economía financieramente cerrada, el Estado satisface con prioridad sus necesidades de financiamiento, agotando los fondos “prestables” del mercado y haciendo subir el costo del financiamiento de los otros agentes que vienen después de él y que padecen los efectos de una especie de penuria financiera (ya que el poder público “excluye” las otras demandas de capitales).
8 Útil por primera vez, un diputado socialista, Didier Migaud, por entonces presidente de la Comisión de Finanzas de la Asamblea Nacional (y antes de ser nombrado primer presidente de la Corte de Cuentas), levantó la liebre cuando sacó a la luz del día un regalito fiscal discretamente ofrecido a las empresas bajo la forma de una defiscalización completa de las plusvalías sobre cesiones de las participaciones a largo plazo: 20.000 millones de euros, es decir el 1% del PIB de déficit. Sobre los regalos fiscales, véase Jean Gadrey, “Vive l’impôt!”, blog Alternatives Économiques, 15-3-10.
9 Frédéric Lordon, “L’épouvantail de la dette publique”, Le Monde diplomatique, París, julio de 2008.
*Autor de La Crise de trop. Reconstruction d’un monde failli, Fayard,
París, 2009.
Los Estados descubren progresivamente que pedir prestado a
los mercados es someterse a sus veredictos. Por eso los mercados no son
solicitados por la deuda pública japonesa, que se las arregla muy bien
sin ellos.
Esteban Bartolomé Murillo (1617-1682). Niños comiendo melón y uvas.
Edición de Luz & Sombras. Fuente original:_ http://www.eldiplo.com.pe/empezar-la-desmundializacion-financiera