27 may. 2010

¿Cuan cierto es esta proposion?: Se dirá que la renuncia a la movilización de los capitales extranjeros y la orientación prioritaria del ahorro nacional hacia los títulos públicos reactivarán fatalmente el efecto de evicción (7). En realidad no hay nada de eso, ya que la tasa de ahorro francesa es tan elevada que permite cubrir fácilmente las necesidades de financiación del Estado “dejando”, al mismo tiempo, para el sector privado. Por otra parte, según la hipótesis que aquí contemplamos, las empresas permanecerían perfectamente libres de ir a financiarse en los mercados internacionales.

Empezar la desmundialización financiera

Jue, 05/20/2010 Por Frédéric Lordon*
Cómo someter las decisiones económicas al debate político

Los inversores extranjeros –entre los cuales, en primer lugar, figuran los bancos franceses y alemanes– poseen el 70% de la deuda griega. Una situación que coloca la política del país bajo la tutela de las instituciones financieras, y que podría extenderse a España, Italia o Portugal. Sin embargo, existe un medio de asegurar la soberanía de la deliberación política: renacionalizar la deuda. 
Conforme a la lógica eterna de los falsos debates, el tumulto de comentarios suscitados por la crisis griega tuvo gran cuidado en mantener estanca la separación entre las preguntas que podían plantearse (inofensivas) y aquellas que no podían plantearse (más molestas). En particular, la pregunta sobre los modos de encarar la financiación del déficit público. Se trata de una cuestión que los tratados europeos se esfuerzan por declarar clausurada: esta financiación se hará exclusivamente sobre los mercados de capitales, bajo la tutela de los inversores internacionales, y de ningún otro modo. Sin embargo, la simple observación de los daños que surgen de la exposición de las finanzas públicas griegas a los mercados obligacionistas podría despertar algún interés por explorar soluciones menos desastrosas, como por ejemplo el recurso a la financiación monetaria del déficit (1).
Dicha observación también podría invitar a analizar el caso singular de Japón, un país tan enormemente endeudado… que quedó fuera de la crónica de las crisis de deuda soberana. Pues si se presta atención a la deuda griega, su saldo pendiente (270 mil millones de euros, es decir el 113% de su Producto Interno Bruto (PIB) en 2009, el 130% previsto para 2010) parece uno de los más modestos comparado con el de la deuda japonesa, cuyo coeficiente alcanzaría los 200 puntos de PIB en 2010, récord indiscutible entre los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). ¿Cómo se comprende que el poseedor de la deuda pública más importante del mundo, afectado además por la solvencia aparente más degradada (si se la mide por su relación con el PIB), siga siendo ignorado por los inversores internacionales?
La simplísima respuesta es la siguiente: porque los inversores internacionales no son los suscriptores de la deuda pública japonesa, que en cambio poseen –en más de un 95%– los ahorristas nacionales. Exactamente a la inversa de Estados Unidos, Japón fija para los hogares una tasa de ahorro abultada, que alcanza ampliamente para cubrir las necesidades de financiación del Estado y, más aun, de las empresas. Por eso los mercados no son solicitados por la deuda pública japonesa –que se las arregla muy bien sin ellos– ni, por consiguiente, tienen la posibilidad de someter la política económica de Japón a sus absurdas normas. Para que los mercados pudieran tener injerencia en esta materia, deberían disponer del instrumento, a saber, los títulos de la deuda. Sin posesión no hay intromisión.
Para el que quiera entenderla, la crisis griega, alumbrada a la desconcertante luz del caso japonés, ofrece la oportunidad de volver sobre la propia lógica de la desregulación financiera internacional, que no debe mucho a los prodigios de la teoría económica estándar –siempre a mano para prometer el oro y el moro, crecimiento y empleo, cuando se habla de desregulación–, sino que ha sido llevada por intereses sólidos. A partir de mediados de los años ochenta, en efecto, Estados Unidos se vio confrontado al siguiente dilema: ¿cómo financiar el déficit (exterior y presupuestario) cuando no hay más ahorro nacional? (2) Muy simple: trayendo el ahorro de los países que sí tienen. Es decir, en esa época (y, por otra parte, hoy también), Japón y Alemania y, en lo sucesivo, China. La desregulación financiera es, pues, la respuesta estratégica que consiste en instalar las estructuras de circulación internacional de capitales que permitan que la economía estadounidense no tenga que completar el circuito ahorro-inversión en su espacio nacional.
Digamos muy claramente que, inconscientes de lo que los esperaba luego, un buen número de otros países no pudieron resistirse a los encantos circulatorios de la desregulación financiera internacional. Porque, debido a la disminución de crecimiento sobrevenida en la década de 1970, los déficits que hay que financiar se convirtieron en el problema endémico de la inmensa mayoría de las economías del Norte. Entre ellas, Francia concibió muy explícitamente su propia desregulación, en un principio al servicio de la financiación no monetaria de su déficit presupuestario (3). Sin embargo, al precipitarse sobre el genial hallazgo del reciclaje internacional del ahorro, ninguno de esos países tardó en descubrir las sujeciones que el sistema tiene como contrapartida. Porque, en la relación entre deudores y acreedores, las estructuras de los mercados de capitales liberalizados inclinan la relación de fuerzas a favor de los segundos. Y los Estados descubren progresivamente que pedir prestado a los mercados es someterse al veredicto de los mercados.
Ahora bien, si ese veredicto fuese esclarecido, sería sólo un mal menor. Pero no lo es, y sobre todo no puede serlo (4). Desde la imposición de tasas de inflación tan bajas como sea posible hasta la sanción de cualquier deriva del déficit presupuestario –incluso la mejor fundada– pasando por la prohibición de su financiación monetaria y la sacralización del modelo de banco central independiente, es bastante fácil advertir la amplitud de las renuncias de política económica que la tutela de los mercados implica.
Ocurre que la limitación “en régimen” se convierte en pesadilla durante una situación de crisis, porque la desconfianza de los inversores se traduce en ventas de los títulos de la deuda pública y una consecuente subida de los tipos de interés, es decir del costo de financiación de los Estados. El aumento de tensión financiera que se produce puede llegar a imponer costos exorbitantes a los presupuestos públicos, como hoy observan dolorosamente los griegos. Como resultado, los arrebatos colectivos que se cristalizan en torno a la hipótesis de un default soberano se llevan a la masa de operadores en una dirección que tiene todos los rasgos de la doctrina normalizadora de los mercados, y que vuelve el encauzamiento de la política económica aún más cruel; alcanza con ver la amplitud de los sacrificios que los inversores exigen a Grecia, muy a corto plazo, para recobrar una aparente calma. Y esos sacrificios tienen como único límite el estar acompañados por compromisos europeos para prevenir cualquier default… 

La solución japonesa 


Precisamente es en ese punto donde el caso de Japón podría resultar instructivo. Para librarse del poder de prestamistas abusivos… hay que cambiar de prestamistas. Eso es lo que Japón tuvo el buen tino de hacer; mejor dicho, tuvo el buen tino de no efectuar el primer cambio, aquél que lanzó a la inmensa mayoría de los demás Estados a las garras de inversores, cuya entrada a los mercados domésticos se vio facilitada por las estructuras de los mercados desregulados, y que obtuvieron de ellas todo el poder de coerción sobre las políticas económicas locales. A contramano de la ideología de la mundialización que hace la apología de la supresión de todas las fronteras –especialmente de las que podrían oponerse a los movimientos de capitales–, el caso japonés, al menos en materia de endeudamiento del Estado, ofrece el ejemplo de una configuración no sólo viable sino además dotada de propiedades bastante buenas.
No debe inferirse de ello que la solución japonesa representa la medida infalible que permitiría a las deudas públicas ser financiadas sin límite y fuera de toda restricción –a 200 puntos de PIB, no es imposible que también Japón algún día se tope con una dificultad–, pero al menos deberá reconocérsele la capacidad de haber llevado un alto nivel de deuda soberana en excelentes condiciones de estabilidad. Tampoco debe omitirse la serie de condiciones anexas que, además de la posesión residente, hicieron posible la hazaña, particularmente el trabajo coordinado de los poderes públicos y las instituciones de recaudación de ahorro familiar. Por un compromiso típico de los modos japoneses, el sistema bancario y las cajas de pensiones activamente “jugaron el juego”, es decir, orientaron masivamente los activos de los hogares hacia los títulos de la deuda pública. Los ahorristas no tuvieron quejas: desde hace dos décadas, el mercado de las acciones está dañado, y sus rendimientos son de lo más modestos. En cuanto a la política monetaria de tasas casi nulas, lo cierto es que tuvo beneficios de niveles muy bajos, al lado de los cuales los pequeños porcentajes ofrecidos por los títulos públicos son simplemente magníficos.
De cualquier manera, el caso japonés brinda la ocasión de redescubrir que en materia de asignación del ahorro, los propios ahorristas no son nada, y que todo el poder desemboca en los intermediarios, es decir en los recaudadores institucionales que juegan para ellos. Pero lo más sorprendente está en el hecho de que este poder a veces puede no ser ejercido para peor, ya que, al contrario de sus colegas occidentales –a quienes les gusta jugar el juego del arbitraje cortoplacista y desplazar frenéticamente sus capitales de una clase de activos a otro y de un país a otro, en busca de no desaprovechar ni el menor diferencial de rentabilidad–, los inversores institucionales japoneses “fijaron” una parte importante del ahorro de sus mandantes en los títulos públicos, cuyas condiciones de financiación se revelaron entonces de una gran regularidad y sobre todo sustraídas a todas las aceleraciones especulativas que desestabilizan periódicamente los títulos soberanos de otros países.
No hay que buscar más lejos las condiciones de posibilidad de la gran tranquilidad que hasta ahora ha acompañado el crecimiento impresionante del nivel de la deuda pública japonesa… y que podría permitirnos, si no hacer lo mismo –¡porque 200 puntos de PIB no es un objetivo deseable en sí!–, al menos distender la temible restricción que pesa sobre el endeudamiento público justo cuando es más necesario: en el corazón de la recesión.
Así  pues, no hay treinta y seis elecciones posibles… ¡pero sí que las hay! Una es someterse a las órdenes terminantes de los inversores internacionales, que limitan el volumen bruto de la deuda pública y las condiciones en las cuales es contraída. Otra posibilidad, bajo la hipótesis (sin duda discutible) (5) de que se desea permanecer en el registro de la financiación obligacionista pura, es optar por la nacionalización mayoritaria de la financiación del déficit organizando la asignación masiva de los ahorros nacionales (evidentemente para los países que, como Francia, disponen de ellos) en los títulos del Estado. Como los recaudadores de ahorro franceses tomaron hace tiempo otra dirección, y como parece difícil que se plieguen espontáneamente a un compromiso como el japonés, habrá que someterse a la coerción de reglas limitantes a minima, en particular obligando reglamentariamente a los inversores nacionales a asignar una parte de sus deudas en curso a los títulos de la deuda pública; en todo caso, una parte suficiente para que dicha deuda esté casi totalmente cubierta por suscripciones nacionales.
Bien considerado, hay allí una fórmula con bastantes ventajas y pocos inconvenientes. En primer lugar, los títulos del Estado ofrecen una remuneración de ahorro razonable, superior al de las libretas (pero sujeta al pago de impuestos) sin caer en la extravagancia (ya que en general los bonos del Tesoro constituyen el activo llamado “sin riesgo” y funcionan como piso de la jerarquía de los tipos de interés). En segundo lugar, desviar el ahorro de las acciones probablemente sea uno de los mejores servicios que se le pueden proveer al propio ahorro –pues se lo protege de las regulares quiebras bursátiles que afligen a los accionistas minoritarios–, pero también a la comunidad, ya que el “ahorro-acciones” (6), económicamente dispensable, no deja de ser el instrumento mismo del poder accionario y de las limitaciones que pesan sobre el salariado.
Se dirá  que la renuncia a la movilización de los capitales extranjeros y la orientación prioritaria del ahorro nacional hacia los títulos públicos reactivarán fatalmente el efecto de evicción (7). En realidad no hay nada de eso, ya que la tasa de ahorro francesa es tan elevada que permite cubrir fácilmente las necesidades de financiación del Estado “dejando”, al mismo tiempo, para el sector privado. Por otra parte, según la hipótesis que aquí contemplamos, las empresas permanecerían perfectamente libres de ir a financiarse en los mercados internacionales. 

Volver al marco nacional 


Digamos, sin embargo, las cosas como son: se trata en efecto de un sistema de contribución forzada. No contribución instantánea directa –cuyo nombre es impuesto–, sino contribución indirecta vía la financiación temporal del déficit público… ¡y contribución remunerada! Se han visto forzamientos más dolorosos. El paralelo entre ambos modos de contribución, por lo demás, ofrece la ocasión de recordar que una de las vías de resolución del problema, sistemáticamente apartada, no de la financiación del déficit sino del déficit mismo, consistiría en volver sobre la serie de las exenciones de impuestos para nunca acabar (8).
Pero la desmundialización de la financiación de los déficits tendría sobre todo un mérito inmenso cuyo sentido se volvió casi totalmente ajeno al criterio de los economistas (ortodoxos): un mérito político y democrático. Renacionalizar la cuestión de la financiación equivale a expulsar al tercero (los inversores internacionales) y a volver a integrar dicha cuestión en el contrato social nacional, ofreciendo la posibilidad de someter de nuevo al cuerpo político mismo el arbitraje de los conflictos que necesariamente induce esta cuestión. Como tan bien lo mostraron Bruno Tinel y Franck Van de Velde (9), el conflicto generacional oportunamente planteado sobre el modo quejoso de “la deuda que vamos a legarles a nuestros niños” tiene por función principal enmascarar el conflicto fundamental –y perfectamente contemporáneo– entre los menos ricos que, mediante sus impuestos, pagan el servicio de la deuda cuyos títulos detentan los más ricos.
Los mismos términos de esta redistribución instantánea de los contribuyentes comunes hacia los poseedores de patrimonios financieros son determinados por los funcionamientos de los mercados de capitales, que por consiguiente escapan totalmente de cualquier deliberación soberana –recordemos, además, que el servicio de la deuda ocupa el segundo puesto presupuestario, justo detrás de la educación nacional, una bicoca… y sobre todo un agujero negro en la soberanía política, cuya expresión financiera por excelencia es el presupuesto estatal–. ¿Qué tasa de interés debe tener la deuda pública, y cuál debe ser el importe de estas transferencias? He aquí una cuestión que debe zanjar sin duda el cuerpo político. Pero esto sólo es posible si la enorme mayoría de los poseedores de títulos de la deuda pública son los mismos ciudadanos del país. Es decir, si es posible organizar en el perímetro de la soberanía la confrontación de los intereses antagonistas de acreedores y deudores.
Entonces –pero solamente entonces–, de la misma manera en que los candidatos al ejercicio del poder someten al pueblo sus elecciones fiscales, podrían someterle sus elecciones financieras. Una tasa demasiado elevada y el gasto de la deuda, por un efecto de evicción del que se habla menos, por fuerza llevará al abandono de gastos públicos útiles. Con una tasa demasiado baja, los ahorristas se verán perjudicados con una remuneración insuficiente. Si es demasiado baja, también, la fuerza de advertencia sobre el endeudamiento público ya no será lo bastante poderosa, y con el tiempo representará una amenaza de pérdida de solvencia y de exposición de los patrimonios de los acreedores. Con una tasa demasiado elevada, las transferencias a los más ricos caerán en la anti redistribución abusiva, etc.
Entre todos estos efectos contradictorios, es el cuerpo político, en sus fracciones diversas, quien debe decidir, y nadie más que él. En todo caso, ciertamente no los inversores internacionales que, aunque conducidos únicamente por sus intereses de acreedores y perfectamente ajenos a la comunidad política, están en condiciones de imponerle algunas de las decisiones más pesadas de su vida colectiva.
Como ahora se volvió evidente, la principal urgencia de la doctrina liberal fue declarar el espacio nacional perimido y promover las transformaciones estructurales (desregulación de todo tipo) que pudieran introducir esta afirmación en la realidad. La historia de los siglos XIX y XX dio bastantes razones para desconfiar de la hipertrofia del principio nacional que lleva el nombre de “nacionalismo” y que sin embargo no produjo ningún diseño operativo alternativo de la soberanía política. Es por eso que, destruyendo la idea de nación, el liberalismo destruye al mismo tiempo la de soberanía, cuidándose –marca de su hipocresía perfecta– de evitar toda reconstrucción de soberanía a escalas territoriales ampliadas. Porque la idea de nación soberana podría perfectamente extenderse más allá de los conjuntos territoriales y culturales donde nació, para abrazar conjuntos compuestos de otro modo, pero coherentes por la puesta en común de un destino, precisamente eso que llamamos soberanía (una extensión del término por la cual se volvería claro que soberanía y nación son de hecho una misma cosa, y que la una no es más que otro nombre para la otra).
Pero que estos conjuntos constituidos en cuerpos políticos deliberen, fijen sus reglas y las hagan aplicar, eso es lo que el neoliberalismo quiere evitar por todos los medios. Lo dejamos hacer mucho hasta ahora, y la cuestión es saber hasta dónde dejaremos que siga. Si se nos permite acudir de nuevo a la historia reciente, verdaderamente habría motivos para desconfiar de los movimientos de reconstitución violenta de las soberanías cuando éstas han sido demasiado agredidas, porque la soberanía también puede adquirir las formas más aborrecibles. Ahora bien: no podemos excluir de plano que, tras dos décadas de erosión y de agresión continuas, comenzamos a acercarnos peligrosamente a esos puntos críticos. Por eso la idea de una reconquista ordenada ofrece una perspectiva política que podría ser interesante, y quizá hasta urgente.
Tiene por supuesto el inconveniente, en un primer momento, de tener toda la apariencia del nostalgismo para despertar otra vez la idea de nación ridiculizada por el neoliberalismo y por todos aquellos que, en la izquierda, encuentran útil ofrecerle su ayuda, aun al precio de ese reduccionismo que la concibe en sentido estrecho y siempre separada de su correlato esencial: la soberanía. Sería bueno que algún día toda esta buena gente diga si, en su afán de enviar la nación al basural de la historia, también quiere dejar allí la idea de soberanía.
A mediano plazo, en todo caso, es posible preferir el nostalgismo de la deliberación política –a la cual se integrarían por completo los arbitrajes del endeudamiento público– por sobre un mundo globalizado, despampanante de modernidad, en el cual son los mercados de capitales los que fijan el importe de la exacción, es decir del tributo extraído sobre la riqueza nacional por acreedores de los cuatro rincones del mundo. Y es posible encontrar algún valor en esta conclusión, en resumidas cuentas bastante simple: si la mundialización no es en definitiva otra cosa que la disolución de las soberanías por la mercantilización de todo, entonces desmundializar es repolitizar.
1 Y por lo tanto sustraídos a los mercados de capitales y precedentes por la apertura de créditos del banco central (creación monetaria) al Tesoro. En este sentido, ver “ Au-delà de la Grèce: déficits, dette et monnaie”, Les blog du Diplo, “La pompe à phynance”, 17-2-10, (http://blog.mondediplo.net).
2 La tasa de ahorro de las familias estadounidenses cayó continuamente, hasta llegar del 8% a principios de los ochenta a… 0% en 2006.
3 Pierre Rimbert, “El buen ejemplo francés”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, abril de 2009.
4 Frédéric Lordon, Les quadratures de la politique économique, Albin Michel, París, 1997.
5 “Au-delà de la Grèce…”, art. cit.
6 Frédéric Lordon, “¿Y si se cerrara la Bolsa?”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, febrero de 2010.
7 La teoría económica habla de un “efecto de evicción” cuando, en una economía financieramente cerrada, el Estado satisface con prioridad sus necesidades de financiamiento, agotando los fondos “prestables” del mercado y haciendo subir el costo del financiamiento de los otros agentes que vienen después de él y que padecen los efectos de una especie de penuria financiera (ya que el poder público “excluye” las otras demandas de capitales).
8 Útil por primera vez, un diputado socialista, Didier Migaud, por entonces presidente de la Comisión de Finanzas de la Asamblea Nacional (y antes de ser nombrado primer presidente de la Corte de Cuentas), levantó la liebre cuando sacó a la luz del día un regalito fiscal discretamente ofrecido a las empresas bajo la forma de una defiscalización completa de las plusvalías sobre cesiones de las participaciones a largo plazo: 20.000 millones de euros, es decir el 1% del PIB de déficit. Sobre los regalos fiscales, véase Jean Gadrey, “Vive l’impôt!”, blog Alternatives Économiques, 15-3-10.
9 Frédéric Lordon, “L’épouvantail de la dette publique”, Le Monde diplomatique, París, julio de 2008. 


*Autor de La Crise de trop. Reconstruction d’un monde failli, Fayard, París, 2009. 
Los Estados descubren progresivamente que pedir prestado a los mercados es someterse a sus veredictos. Por eso los mercados no son solicitados por la deuda pública japonesa, que se las arregla muy bien sin ellos.  
Esteban Bartolomé  Murillo (1617-1682). Niños comiendo melón y uvas.
Edición de Luz & Sombras. Fuente original:_ http://www.eldiplo.com.pe/empezar-la-desmundializacion-financiera