7 dic. 2010


La derrota de los Tigres hunde a los tamiles

por Cédric Gouverneur
 El pasado mes de junio el gobierno de Sri Lanka impedía el arribo al país de una delegación de expertos de las Naciones Unidas encargados de investigar las violaciones a los derechos humanos cometidas durante 2009, cuando el ejército derrotó definitivamente a los Tigres de Liberación del Eelam Tamil (LTTE). Mientras el presidente Mahinda Rajapaksa consolida su poder, la minoría tamil siente como propia la derrota de los Tigres y teme ser colonizada por la mayoría cingalesa budista.
A medida que caían los bastiones de los independentistas Tigres de Liberación Tamil (LTTE, en inglés), a partir de marzo de 2008, el gobierno esrilanqués internó en campos a los tamiles que vivían bajo la férula de la guerrilla, o sea cerca de 300.000 civiles. El complejo de campos de Menik Farm, en el distrito de Vavuniya, en el norte del país, detuvo hasta 228.000 personas. Diez meses después de la derrota de los Tigres, 70.000 refugiados se encuentran todavía detrás de los alambrados de púas, esperando la autorización para volver a sus ciudades. El ejército nos deja visitar uno de esos campos, llamado “poblado transitorio de bienestar”.
En la entrada, un retrato de seis metros de alto del presidente Mahinda Rajapaksa, con el brazo levantado en un gesto de victoria, domina las filas de barracas. El comandante del campo justifica la detención en masa de los tamiles: “Fue necesario separar a los terroristas de la población civil que habían tomado como rehén… Es verdad que la repatriación toma su tiempo. Pero no se puede volver a mandar a la gente a sus casas antes de una desminación satisfactoria”. Las escasas organizaciones no gubernamentales (ONG) autorizadas a actuar en esos campos relativizan sin embargo la dureza de las condiciones de vida: “El ejército fue desbordado por el número de civiles que vivían con los Tigres: cerca de 300.000, cuando pensaban que tendrían que administrar a 100.000”, asegura un humanitario occidental. Y aclara: “A pesar de todo, en el momento de las reuniones de coordinación entre agencias de Naciones Unidas, ONG y suboficiales, parecía que los militares hacían lo máximo. En comparación, he visto campos de refugiados de Naciones Unidas más caóticos”. Opera el principio, discriminatorio, de internar en masa a civiles en razón de su origen étnico: jamás Colombo hubiera infligido la misma suerte a los cingaleses.
Acompañados por un mayor y por dos tamiles evidentemente encargados de informar sobre nuestras conversaciones, recorremos el vasto campo: centro de atención, escuelas, tiendas, bancos y oficinas de correo deben atenuar la privación de la libertad. En ocasiones los internados se benefician con permisos de salidas temporarias. Después de meses de sobrevivir al fuego de los combates, nuestros interlocutores parecen casi aliviados: lo más duro ya pasó. Están vivos, alimentados, cuidados y se aprestan a reconstruir su vida. Sin embargo, la visita guiada escapa a su encuadre cuando un grupo se enoja, bajo la mirada hostil de dos “mouchards” [peyorativamente, “policías”]: “Estamos hartos. ¿Cuánto tiempo tendremos que estar aquí? En casa, nuestros bienes fueron saqueados. ¿Por qué nosotros todavía estamos aquí mientras que a otros los liberan? ¿Según qué criterios? ¿Y qué hacen Naciones Unidas?” Además, ahora que la campaña de las elecciones legislativas está en su apogeo, deploran la falta de democracia en los campos: “Únicamente los candidatos que sostienen al Presidente tienen el derecho de venir aquí”.
Los hombres jóvenes escasean en Menik Farm: muchos están encarcelados como sospechosos de pertenecer a los LTTE. Colombo retiene así entre 11.000 y 13.000 supuestos guerrilleros. “Se los clasifica según su grado de implicación”, nos explica Rajiva Wijesinha, antiguo secretario de Estado y pariente del Presidente. “Alrededor de mil o algo más serán llevados ante la justicia”, promete. La mayoría de los Tigres se entregaron y los otros fueron denunciados por tamiles disgustados por los excesos de los rebeldes: aun cuando la derrota era ineluctable, “reclutaban hasta dos hijos por familia”, atestiguan algunos sobrevivientes. “Incluso abrieron fuego sobre gente que trataba de huir hacia zonas controladas por el ejército.” No lejos de Menik Farm visitamos un centro de detención y de rehabilitación de ex niños-soldados: bajo el cuidado del ejército, y con la ayuda de profesores tamiles de los alrededores, niños y niñas aprenden un oficio después de años en el frente. Shivanesh tenía 13 años cuando los LTTE lo reclutaron a la fuerza: “Yo maté soldados, y fui herido”, cuenta este adolescente de 17 años de mirada apagada, marcado por las cicatrices. “En mi batallón –prosigue– casi no había más que chicos. Cuando el ejército nos encerró, cuando mataron a nuestros jefes, nos rendimos todos.” Shivanesh no lamenta su rendición: “Los Tigres me robaron mi vida: me arrancaron de mi familia, me prohibieron la escuela, me enseñaron a matar. El ejército me enseña un oficio y autoriza a mis padres a visitarme. Ahora aprendo informática. Pronto, voy a volver a casa y reencontrar a mi familia”.
Triunfalismo ofensivo
Los esfuerzos de Colombo para rehabilitar a estos jóvenes parecen loables, pero sólo conciernen a una minoría de niños-soldados. Además, una fuente independiente –autorizada a visitar a los detenidos LTTE– deplora la falta de información: “El gobierno no provee ninguna lista de nombres. Mantienen a las familias en la ignorancia: nadie sabe con precisión quién está detenido, ni dónde, ni por qué motivo. En un país donde las ejecuciones sumarias son corrientes, uno se inquieta”. Tanto más cuanto que se le rechaza al Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) su acceso a los prisioneros.
Más al norte se extiende la región de Vanni, controlada por los Tigres durante dos décadas y recuperada por el ejército en 2009. Desde entonces, los militares la tienen totalmente bloqueada y hasta ahora, los medios extranjeros son mantenidos a distancia. La ruta A9 que atraviesa la región está jalonada de bunkers cada cien metros. Las inmediaciones fueron arrasadas para evitar eventuales emboscadas. Aquí y allá un cartel con una calavera señala la presencia de minas. Por todas partes hay militares armados. Los escasos civiles viven generalmente bajo carpas, no muy lejos de sus casas en ruinas.
Compartimos la ruta con decenas de ómnibus de turistas cingaleses incitados por el gobierno a visitar el Norte, durante tanto tiempo inaccesible. Kilinochchi, antigua “capital” de los Tigres donde la guerrilla estableció los “Ministerios” de su proto-Estado dictatorial (1), está irreconocible: no quedó en pie ningún edificio. Hasta la torre de agua sucumbió a los combates: hoy, esta obra imponente, tumbada sobre su flanco, acribillada por esquirlas de obuses, es ametrallada por turistas cingaleses provistos de cámaras fotográficas. Bonzos y familias posan delante de ese espectáculo de desolación, después vuelven a subir a sus micros adornados con banderas esrilanquesas y carteles glorificadores del Presidente y de su “ejército de héroes”. Además de un monumento a los muertos, el único edificio nuevo de Kilinochchi es un templo budista, que los militares se apuraron a construir en detrimento de la población tamil, hindú o cristiana.
Ese triunfalismo exaspera a los tamiles recién liberados de Menik Farm, quienes, enlutados, sin novedades de sus familiares, viven de la ayuda internacional: “Hemos vivido el infierno, y ellos vienen a burlarse”, se lamenta Nayan. Este familiar de los Tigres es un sobreviviente de la ofensiva final, cerca de Mullaitivu, donde el ejército bombardeó sin descanso a los LTTE y a los miles de civiles a quienes empujaban delante de ellos. “Los Tigres lucharon hasta el último cartucho. Y después mordieron la cápsula de cianuro que colgaba de su cuello. Llovían obuses. Mi madre murió bajo mis ojos y yo mismo fui herido”, precisa mostrando sus grandes cicatrices en el brazo y en la pantorrilla. “Reconozco que después de los bombardeos, el ejército se comportó bastante correctamente con los civiles: quieren ganar los corazones y las mentes”, continúa. Aunque no logra atenuar sus convicciones: “Yo viví años bajo el gobierno de los Tigres. Me sentía muy bien. Había orden, trabajo, servicios sociales, justicia social”. Como muchos de los simpatizantes de los LTTE, Nayan no puede admitir el deceso de su líder, Vellupilai Prabhakaran, confirmado, sin embargo, por pruebas genéticas: “La televisión mostró el cuerpo de un bigotudo que se le parece”. Él piensa que los Tigres “se replegaron”: “Teníamos cinco helicópteros, treinta y cinco cañones de largo alcance. ¿Dónde están? Los LTTE se esconden, van a reaparecer”, quiere creer.
Saboreando la victoria
A la inversa, la mayoría de los cingaleses saborean la victoria, aliviados de no vivir ya en el temor de los atentados suicidas. Y pese a no confesarlo mantienen a menudo relaciones cordiales –profesionales o amistosas– con sus conciudadanos tamiles y reducen el conflicto a una “guerra contra el terrorismo”: bombardeados por los medios, estiman sinceramente que el ejército liberó a los tamiles del dominio de una organización criminal. La derrota de los Tigres cierra el debate: la isla va por fin a vivir en paz y armonía, atrayendo inversores y turistas después de un paréntesis de un cuarto de siglo. La isla aspira a que lleguen 2,5 millones de turistas para 2016, o sea cinco veces más que hoy. Los grupos hoteleros han echado el ojo especialmente a la espléndida bahía de Trincomalee, antiguo feudo de los LTTE (2)… Visión optimista que olvida que el irredentismo tamil no debutó con las bombas de los LTTE, sino tres décadas antes, desde las medidas discriminatorias tomadas por Colombo contra la minoría (3). Y los alambrados de Menik Farm reafirman en los tamiles el sentimiento de ser tratados como ciudadanos de segunda. No obstante el totalitarismo de los Tigres, las exacciones y los niños-soldados, muchos de ellos experimentan todavía sentimientos ambiguos: “La gente me dice: ‘al menos, con los Tigres, teníamos una voz’”, refiere Shanti Satchithanandam, directora de la ONG Tamil Viluthu (“Hacia adelante”), a pesar de haber sido, ella misma, víctima de los Tigres: “Las personas tenían la impresión de que los LTTE, aun con fallas, luchaban en nombre de ellas. Su derrota las ha dejado en estado de shock y sin palabras.”
La ironía quiere que los LTTE, al matar metódicamente a todo político tamil capaz de competir con ellos, contribuyeran al actual vacío de representación. La Alianza Nacional Tamil (TNA), partido político ostensiblemente cercano a los Tigres, colapsó. Sin lugar a dudas, muchas personalidades destacadas se habían afiliado a este partido sólo para sustraerse a las balas de los LTTE. Así recuperaron su autonomía y se presentaron bajo diferentes fórmulas a las elecciones legislativas, a veces, incluso, con el apoyo de Colombo, feliz de dividir a los tamiles. La TNA, incapaz de admitir la nueva situación, sueña todavía, en su manifiesto político, con una “estructura federal para el Norte y el Este” que el león cingalés, vencedor, no piensa conceder. “Nuestras ambiciones son modestas”, reconoce Mavay Senathiraja, candidato de la TNA. “Vamos a negociar con Colombo y tratar de obtener el apoyo de la comunidad internacional vía la movilización de la diáspora (4). Si nuestra demanda no da resultado, lanzaremos una campaña de desobediencia civil”, declara, en una patética confesión de impotencia.
“Los tamiles ya no tienen esperanza”, analiza un viejo militante. “Si yo fuera más joven, me exiliaría. Treinta años de lucha política [desde la década de 1950 hasta principios de la de 1980] han fracasado. Treinta años de lucha armada acaban de fracasar. Las negociaciones no sirvieron para nada, la confrontación tampoco. Hay que resignarse a vivir en un país budista cingalés, bajo ocupación militar, pues el ejército está instalado en el Norte y en el Este por mucho tiempo. Mire Jaffna: la ciudad cayó hace más de veinte años, y siempre patrulla en las calles la misma cantidad de soldados.”
En el extremo norte de la isla, la península de Jaffna constituye una zona de alta seguridad (HSZ) desde su toma por el ejército en 1996. En la entrada de la capital histórica de los tamiles de Sri Lanka, entre dos bunkers erizados de ametralladoras, hay un inmenso cartel en inglés: “Un país, una nación”. Jaffna, que fue tomada y vuelta a tomar por los LTTE, por grupos tamiles rivales, por el cuerpo expedicionario indio (1987-1990), por el ejército, está en ruinas desde los años 1990. Ninguna obra indica principio alguno de reconstrucción. “La situación mejora –insinúa un funcionario de Naciones Unidas–. El toque de queda fue levantado, los pescadores tienen de nuevo el derecho de salir al mar, hay menos controles de identidad.” Pero en la península todavía se respira el miedo: además de estar dividida en zonas militares, Jaffna está bajo el dominio del Partido Democrático del Pueblo de Eelam (EPDP), una milicia tamil que se unió a Colombo en 1987. En la última fase del conflicto, entre 2006 y 2009, un número indeterminado de personas –cientos, según los defensores de los derechos humanos– fueron asesinadas o “desaparecieron”. “Parece que el EPDP hubiera buscado vengarse de los LTTE”, desliza una fuente gubernamental. El jefe de la organización, el ministro Douglas Devananda, tiene razones para odiar a los Tigres: escapó a trece atentados. Y aunque no pudieron alcanzarlo a él, los LTTE abatieron a su compañera.
Aun cuando el último crimen atribuido a milicianos progubernamentales data de fines de 2008, nadie se atreve a responder a nuestras preguntas. Únicamente el obispo católico tamil, monseñor Thomas Sandernayan –evidentemente protegido por su estatus social– acepta declarar: “En agosto de 2006, el padre Jim Brown desapareció, con su chofer, en la isla de Kayts, a lo largo de Jaffna”. Poco tiempo antes, un oficial había amenazado de muerte al cura tamil, acusándolo de complicidad con la guerrilla. “Exigimos una investigación. Pero los investigadores enviados por Colombo no hablan tamil. Y los militares se niegan a cooperar.”
A lo largo de la isla de Kayts, miles de turistas cingaleses se juntan en la islita de Nainativu: van de peregrinaje al templo de Nagadipa, sitio al que habría llegado el propio Buda. Los Fusileros Marinos ayudan a los peregrinos a trepar en barcos sobrecargados, y reaniman a los afectados por el calor agobiante. Un oficial se felicita: “Ayer, recibimos a 10.500 personas”. Un “venerable” en vestimenta naranja que llegó del sur del país se alegra: “Los terroristas tamiles destruyeron este templo.
El ejército acaba de reconstruirlo. Por fin, después de todos estos años, el budismo volvió a estas tierras”. Hay que saber que muchos bonzos esrilanqueses se sitúan políticamente en la extrema derecha y consideran que el país sólo pertenece a los cingaleses budistas. Varios monjes candidatos a las elecciones legislativas posaron con soldados en los afiches electorales. En ese contexto, los tamiles, tanto hindúes como cristianos, viven la afluencia de peregrinos budistas a Nainativu como una veleidad “colonial”.
Colonización cingalesa
Esta percepción de una colonización rampante se palpa también en el Este del país, donde se codean –y se enfrentan a veces– cingaleses, tamiles y una minoría musulmana (el 7% de los insulares). En el distrito de Ampara, a miles de campesinos musulmanes se les confiscaron sus tierras bajo pretexto de “excavaciones arqueológicas”. Según Myown Mustaffa, ex ministro de Educación Superior, la apropiación de tierras por parte de sus correligionarios está “orquestada en las altas esferas por extremistas budistas que se infiltran en el entorno presidencial”. Farid, un viejo campesino, cuenta sus sinsabores: “Unos bonzos enterraron una estela en mis campos y después me dijeron que estos eran un sitio histórico, que yo ya no tenía el derecho de tocarlos”. Desde entonces son campos baldíos: Farid sabe que la fuerza pública está del lado de los monjes. Aquí como en el Norte, el Estado de Derecho es una abstracción: las fuerzas del orden están secundadas por los fuertes brazos de la “facción Karuna”, ex jefe regional de los LTTE, que desertó en 2004. En recompensa, a Vinayagamoorthy Muralidharan, llamado “Karuna”, se le otorgó, como a Devananda, un puesto ministerial (5).
En Colombo no existen paramilitares tamiles para reducir al silencio a los opositores, sino “white vans”: camionetas blancas, no matriculadas, que pasan sin dificultad los controles policiales y secuestran de noche a los que molestan. Un diseñador gráfico, Prageeth Eklanigoda, “desapareció” a la salida de su oficina, el 24 de enero de 2010. El 8 de enero del año anterior, Lasantha Wickrematunge, editor general del Sunday Leader, de notas editoriales críticas, fue abatido en plena calle. “Mataron a Lasantha, primo del ex presidente Kumaratunga, en pleno día, delante de testigos”, suspira un intelectual tamil. “Desde entonces sabemos que pueden matar a cualquiera”. Humanistas, abogados, periodistas reciben amenazas de muerte porque se los califica de traidores, de secuaces de los Tigres. “Aquí, los periodistas son libres de ejercer –ironiza Than Balasingam, director del diario tamil Thinakkural (“La voz cotidiana”)–. Pero los asesinos de periodistas son también libres de ejercer.”
Desde su reelección, el 26 de enero, Rajapaksa acentúa su influencia sobre los opositores y los medios independientes. Su adversario desafortunado en la elección presidencial, el ex jefe del Estado Mayor Sarath Fonseka, está preso desde febrero y fue presentado ante una corte marcial. Un encarnizamiento que deja pasmada a la población (que, sin embargo, no tiene ilusiones sobre las convicciones democráticas de Fonseka): “El Presidente acusaba a Fonseka de preparar un golpe de Estado”, afirma un defensor de los derechos humanos amenazado de muerte. “Pero él mismo efectuó ese golpe de Estado”, acusa al ver la omnipresencia de los militares tanto como la omnipotencia de Gotabhaya Rajapaksa, el temible ministro de Defensa y hermano del Presidente.
El Presidente triunfó allí donde todos sus predecesores fracasaron: erradicó a los LTTE, una de las guerrillas más temibles del mundo. Este éxito se explica especialmente por la ayuda de China, preocupada por aliarse a Sri Lanka, situada en el trayecto de su aprovisionamiento de petróleo, frente al gran rival indio. Inquieto por esta alianza entre Beijing y Colombo, Washington habría apoyado bajo cuerda la candidatura a la elección presidencial del general Fonseka.
Según muchos observadores, la falta de consideración por los derechos humanos fue una clave de la victoria. Convencida de que los LTTE no parlamentarían más que para ganar tiempo, Nueva Delhi terminó por apoyar esta guerra total –aunque discretamente, a causa de la fuerte población tamil india (6)–. Dado que los ataques naxalitas se intensifican en India –75 policías muertos en una emboscada en Chhattisgarh el 6 de abril; 148 víctimas civiles en el sabotaje a un tren en Bengala Occidental el 28 de mayo–, Colombo ahora propone su “peritaje” contrainsurreccional a su vecino grande (7).
El régimen de Rajapaksa empuja el triunfalismo hasta la caricatura. Testimonio de ello es el nuevo billete de 1.000 rupias, que en el anverso representa al Presidente y, en el reverso, a soldados plantando la bandera nacional, según el ejemplo de los marines estadounidenses en Iwo Jima en 1945. Este fervor no augura una reconciliación: “Los cingaleses ahora consideran el Norte como un territorio conquistado”, explica Jehan Perera, intelectual cingalés. “Durante el conflicto, tenían miedo de los Tigres. En el momento de cese del fuego, se había establecido una relación de igualdad entre cingaleses y tamiles. Allí se está instaurando una relación de dominación entre vencedores y vencidos.”
No está considerada ninguna concesión política: “El consejo de la provincia oriental finge”, deplora Somasundram Pushparajah, diputado tamil independiente, también amenazado de muerte. “Si el gobierno diera prerrogativas reales a las provincias, el problema étnico estaría resuelto”. La Presidencia estima que la reconstrucción de las zonas de conflicto bastará para contentar a la minoría. Ahora bien, constata el obispo de Jaffna, “los tamiles no aceptarán jamás un desarrollo económico centralizado, conducido por Colombo, sobre el cual no tendrían ninguna influencia”. Tanto más cuanto que el hombre a cargo del programa de reconstrucción no es otro sino Basil Rajapaksa, otro hermano del Presidente…
La derrota de los Tigres “abría la posibilidad de una democracia pluralista, respetuosa de los derechos de cada uno –concluye Jehan Perera–. Pero nosotros tomamos el camino inverso: la vía malaya. La de un régimen autoritario, de una democracia restringida, donde los derechos estarán subordinados al desarrollo económico”.


1 Cédric Gouverneur, “El Estado en gestación de los Tigres tamiles”, Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, Buenos Aires, febrero de 2004.
2 “Thalassa”, France 3, 2-4-10.
3 Eric Paul Meyer, “Ressorts du séparatisme tamoul au Sri Lanka”, Le Monde diplomatique, París, abril de 2007 y Sri Lanka: entre particularisme et mondialisation, La Documentation française, París, 2001.
4 Más de 1,5 millones de tamiles viven exiliados, especialmente en el norte de Europa y en Canadá. Por sus contribuciones –voluntarias o forzadas– la diáspora aseguraba la autonomía financiera de los LTTE.
5 Anuradha Herath, “The Saga of Colonel Karuna”, The Huffington Post, julio de 2009 .
6 “Lessons from the war en Sri Lanka”, Indian Defence Review, septiembre de 2009.
7 Cédric Gouverneur, “La guerrilla naxalita en India”, Le Monde diplomatique, ed. Cono Sur, Bs. As., diciembre de 2007

Edición de Luz & Sombras. Fuente original:_ http://www.eldiplo.com.pe/la-derrota-de-los-tigres-hunde-los-tamiles